Enriqueta Fernández es la fundadora de la Comisión de Damas de Arma de Ingenieros, un grupo de mujeres que se unió con el objetivo de ayudar a los soldados que eran padres de familia. A través de bingos y desfiles de moda, recaudaban fondos que eran destinados a la compra de ajuares de bebés. A sus 95 años de edad, Enriqueta recordó su trabajo en el grupo y manifestó su entusiasmo por la vida y la solidaridad.
Existen a nuestro alrededor personas que dedican su vida al bien de los otros. Ese trabajo de voluntariado resulta en una ayuda que hace una diferencia para las personas. La labor muchas veces ocurre tras bambalinas, de forma silenciosa y abnegada. Sin embargo, conocerla resulta inspiradora y motivante para la sociedad. Visibilizarla a través de ejemplos es también una forma de expandirla y continuarla.
Tal es el caso de Enriqueta Fernández, fundadora de la primera obra social del Ejército hacia el hijo del soldado. Se trata de la Comisión de Damas de Arma de Ingenieros, un grupo de trabajo fundado en el año 1965 por parte de esposas de Oficiales Superiores del Arma de Ingenieros con motivo del cincuentenario del Arma.
Es bien sabido que la gran mayoría de los soldados son cabezas de familia, perciben ingresos bajos y ejercen una dura labor. Brindarles un respaldo ante la llegada de un bebé fue el principal motivo que las unió. De esta forma, comenzaron a estar presentes en un momento de la vida de tanta trascendencia y necesidad.
A pesar de que se trata de un grupo sin jerarquías, Fernández estuvo a la cabeza desde el comienzo. Hoy, a sus 95 años de edad, se mantiene activa socialmente. En conversación con La Mañana, compartió sus motivaciones y recordó la labor realizada.
Conversar con Fernández resulta estimulante. Del otro lado del teléfono suena alegre y jovial. Menciona que es “un ser sociable” y que trata de estar activa. Pero activa siempre lo fue y es esa vitalidad que demuestra la que la impulsó a comenzar la obra social. “Siempre pensamos que la mejor manera de brindarle apoyo al soldado era hacia su hijo. Quisimos que el niño que naciera tuviera el mismo ajuar que nuestros hijos”, señala.
Las jornadas de bingo y té
Lo primero que se hizo fue organizar desfiles de modas con modelos de reconocidas, tiendas de ropa de la época y eventos de té que tenían lugar en un salón del Centro Militar.
Después la tendencia cambió y así surgieron los bingos, que llegaron a reunir a más de cien personas gracias al apoyo de muchos civiles que aportaban los donativos. Fernández señala que el tipo de premio elegido para estos juegos es clave para convocar a un número importante de personas. Fue así que a través de premios como aspiradoras, microondas o vales de compras se llegaban a reunir a más de cien personas.
Con lo recaudado en los eventos se compraban los ajuares que recibían los soldados tras el nacimiento de un nuevo hijo. Cada mes se enviaban entre cinco y seis de ellos a las unidades de ingenieros, tanto de Montevideo como de Florida, Paso de los Toros o Laguna del Sauce.
“Como el Centro Militar quedaba frente a los Casinos del Estado, tuvimos muchos apoyos porque ellos nos mandaban los papeles para hacer los bingos. Contábamos con los salones preciosos que el Centro Militar siempre nos brindó”, explicó.
Sin embargo, este trabajo se fue disolviendo de a poco. “El mundo fue cambiando, luego cada vez más señoras comenzaron a trabajar y ya no podían acompañarnos. Se trata de una tarea complicada, hay que llamar a casi un centenar de personas para conseguir los premios”, describe Fernández. Y aunque comenta que el grupo no continúa más activo, señala que, en la medida de lo posible, recauda ropa que es destinada a las unidades. “Dentro de mis relaciones siempre estoy tendiendo una mano. Si se de alguien que necesita y puedo, lo hago, pero ahora desde mi casa”, sincera.
Una solidaridad heredada
Consultada sobre qué la impulsa en su trabajo social, Fernández cuenta que sus valores fueron legados por su abuela. “Siempre me decía que ser buena gente era lo mejor que se podía hacer y que esto no estaba en lo económico, sino en la cabeza y el corazón. Me indicaba: ‘cuando tengas un pan, acordate que hay otra mano a la que se le debe dar un trozo’”, rememora. De esta forma, nos acercamos a la idea de que sus ancestros continúan presentes en la vida de Enriqueta. Como dato curioso, señala que su abuelo peleó en el año 1904 junto a Salvador Tajes y que este falleció a los 101 años. “Soy de una familia de genética longeva”, agrega entre risas.
La cultura a la par del voluntariado
La entrevistada también es dueña de una gran memoria. En la conversación, confiesa que nunca olvidará cuando le recitó a Juana de Ibarbourou. “Conocí a Juana de América porque mi madre era muy amiga de su amiga. Todavía recuerdo cuando era una niña y fuimos a su casa, que aún está ubicada frente al Hospital Militar. Ella era una mujer preciosa, muy cálida y dulce. Me preguntó si podía recitarle algo y lo hice. Fue un encanto”, menciona.
Con esta anécdota podemos intuir que fue nutrida en un hogar de una cultura muy presente, y de hecho no nos equivocamos. Su padre fue ahijado del presidente Juan José de Amézaga. “Recuerdo que su señora me regaló una muñeca de porcelana preciosa de aquella época”, admite con orgullo.
Este contacto con la cultura y la sociedad desde su cuna fue lo que le sembró la semilla del gusto por el arte. Hoy disfruta de asistir a los museos y de la buena música. “Pienso que la gente tiene que cultivarse y aprender a saber de todo, de lo moderno, de lo viejo, de lo bueno que vendrá y de lo que fuimos antes. Del pasado también se recogen frutos”, reflexiona.
Motivarse los unos a los otros
“Me parece que a veces una palabra ayuda mucho. La vida te da cosas preciosas, momentos amargos y alegres. A mi edad, saco la energía de decir: ‘yo puedo y yo quiero’. El ser humano tiene una inteligencia tal que, si realmente quiere algo, lo logra. Hay mucha gente que se estanca y se abandona cuando las cosas van mal. Yo no. Sé que, si hoy me va mal, quiero que mañana me vaya bien”, indica la nonagenaria con confiada voz.
Pero Fernández deja también lugar a la gratitud. “Soy una señora feliz, porque estoy rodeada de brazos amigos y el amor es lo mejor que uno puede brindar”, manifiesta. Goza de su familia: cinco nietos (cuatro ya son profesionales, indica) y seis bisnietos.
Por supuesto, también de sus amistades. Se define independiente y gusta de salir a caminar con sus amigas, ir a comer y arreglarse. Cada mañana, cuenta, se despierta con el estímulo de un nuevo día, combina su vestimenta de acuerdo al color y se acomoda el pelo en un moño, en el que dispone sus “hebras de plata”. Confiesa que es su orgullo “ser así” y charlar con las personas.
En una de estas conversaciones, se encontró tiempo atrás con un soldado. El militar se le acercó y le dijo: “Abuela, yo soy uno de esos niños que recibió el calor de su manta”. “No sabés cómo se me cayeron las lágrimas”, recuerda hoy Fernández. Pues fue testigo del resultado de su pasado trabajo desprendido. En ellas en las que sus manos y las de sus compañeras, abrigaron corazones.
TE PUEDE INTERESAR: