Un poeta comunista particular fue Miguel Hernández. A diferencia de los Neruda y los Alberti, participó en la Guerra Civil empuñando las armas, mientras la mayoría de los otros nucleada en la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura permanecía convenientemente lejos de las trincheras. La Alianza, constituida al inicio de la guerra, decía tener por objeto combatir el «militarismo, clericalismo y aristocratismo de casta [alzado] contra la República democrática, contra el pueblo, representado por su Gobierno del Frente Popular…». De todos esos intelectuales de salón, bien alimentados, protegidos y mimados por los soviéticos, Miguel Hernández fue de los que aunó a sus convicciones ideológicas la participación en el frente de batalla. Nombrado comisario político del llamado 5° Regimiento de Milicias Populares creado a instancias del partido comunista español, actuó junto al sanguinario Valentín González apodado «el Campesino».
Esa es una de las diferencias. En su Canción del esposo soldado dirigida a su mujer embarazada dice: Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera: / aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo, / y defiendo tu vientre de pobre que me espera, / y defiendo tu hijo. / Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado / envuelto en un clamor de victoria y guitarras, / y dejaré a tu puerta mi vida de soldado / sin colmillos ni garras. /…Es preciso matar para seguir viviendo. Y agrega: Para el hijo será la paz que estoy forjando.
No es necesario señalar la imagen del niño con puño cerrado, ni que no era Hernández el único combatiente en esa situación. Él creía estar forjando la paz…
La otra diferencia con los acomodaticios Neruda y Alberti es que no le fue concedido el Premio Stalin de la Paz, creado en 1949, y después transformado en Premio Lenin, cuando ya Stalin resultaba demasiado impresentable y Lenin aparecía envuelto entre las brumas del pasado. Un pasado constantemente reescrito para adecuarlo a las instancias del presente, procedimiento fielmente recogido por George Orwell en su 1984, y del cual tenemos un elocuente ejemplo en la llamada «historia reciente».
Hernández no escapó al lugar común de componer sus loas al zar rojo. En setiembre de 1937, integrando una delegación española al V Festival de Teatro Soviético, recorre en tren «la nación del trabajo y la nieve» y anota sus impresiones:
Ah, compañero Stalin: de un pueblo de mendigos / has hecho un pueblo de hombres que sacuden la frente, / y la cárcel ahuyentan, y prodigan los trigos, / como a un inmenso esfuerzo le cabe: inmensamente… Polvo para los zares, los reales bandidos: / Rusia nevada de hambre, dolor y cautiverios. / Ayer sus hijos iban a la muerte vencidos, / hoy proclaman la vida y hunden los cementerios.
Es curiosa esta expresión. Los cementerios –y los osarios comunes– ya estaban hundidos bajo el peso de los muertos desde que Lenin tomó el poder. Vladimir Ilich Uliánov, o sea Lenin, fue el creador de la policía política conocida como Cheka y también de «los primeros campos de concentración en Siberia, llamados más tarde Gulags, de tan triste historia durante el estalinismo donde murieron millones de prisioneros de hambre y frío, abrumados por los trabajos forzados a que fueron sometidos». (Lecturas de Ciencias Políticas J.J. Calanchini et al., FCU, 2011). Stalin solo multiplicó los cadáveres a la muerte de Lenin que, ocurrida en 1924, fue curiosamente saludada por El Día en estos términos: «un hombre excepcional ante cuya tumba prematuramente abierta sería pueril no descubrirse con respeto».
Mientras tanto, Hernández poetiza: La juventud de Rusia se esgrime y se agiganta / como un arma afilada por los rinocerontes. / La metalurgia suena dichosa de garganta, / y vibran los martillos de pie sobre los montes. / Con las inagotables vacas de oro yacente / que ordeñan los mineros de los montes Urales, / Rusia edifica un mundo feliz y trasparente /para los hombres llenos de impulsos fraternales.
¿Sería ese «mundo feliz» el quedescribe Huxley en 1932 en su Brave New World? Esos ordeñadores de «vacas de oro», ¿serían los condenados a trabajos forzados en las minas por manifestar cualquier matiz de desacuerdo con el régimen?
Sobre el teatro soviético reflexiona: «Es un arma magnífica de guerra contra el enemigo de enfrente y contra el enemigo de casa. Entiendo que todo teatro, toda poesía, todo arte, ha de ser, hoy más que nunca, un arma de guerra». Véase que lo considera siempre como instrumento de muerte, en ese momento, más que nunca.
La Guerra Civil
El historiador gallego Pío Moa en su obra La Guerra Civil y los problemas de la democracia en España, escrita en 2016, sostiene que en la contienda no había demócratas. No lo eran los del Frente Popular formado por estalinistas, socialistas más radicales aún, anarquistas, separatistas racistas… «El franquismo no tuvo oposición democrática», dice. Aclara que tampoco los alineados en el Bando Nacional lo eran, pero procedían de una derecha que estaba dispuesta a aceptar la legalidad, la república, siempre que las leyes se cumplieran. «Es que cuando las leyes dejan de cumplirse la convivencia se vuelve imposible». Los otros pretendían instalar un Estado comunista. Lamentablemente, dice, estas conclusiones que parecen evidentes están asordinadas por la propaganda de izquierda, la ignorancia de la mayoría de los periodistas y una derecha que prefiere, erróneamente, mirar para el costado. Esto ocasiona el falseamiento impune de la historia reciente.
Derrotados militarmente por los ejércitos del general Franco –apoyados por Hitler y Mussolini a quienes Hernández llama «dos mariconazos»–, muchos escaparon hacia distintos destinos. Según el historiador Antonio Martínez Navarro, el Campesino huyó llevando en su maleta 160.000 pesetas. Hernández fue hecho prisionero y murió en la cárcel, de tisis, en 1942. Ya no interesaba a las autoridades soviéticas concederle póstumamente el Premio Stalin.
En 1990, a sus ochenta y tres años, Enrique Lister, uno de los jefes milicianos comunistas, es entrevistado por El País de Madrid. Además de afirmar que era respetuoso con el enemigo y con curas y monjas «siempre que no se les cogiese con un fusil en la mano», da un dato muy interesante sobre la construcción del metro de Moscú, que permite evaluar el mundo feliz de que hablaba Hernández. Lister permaneció en la capital soviética desde 1932 a 1935. «Te daban 800 gramos de pan […] Vivíamos en barracones en las afueras de Moscú; en el túnel el agua te entraba por el cuello y te salía por los pies».
Los bon vivants como Neruda y Alberti siguieron siendo alegremente comunistas. Los que por un motivo u otro les tocó exiliarse en la URSS no lo pasaron tan bien. Dice la historiadora española Alicia Alted Vigil que se trataba de «unas 1.300 personas […] dirigentes políticos, altos mandos militares, cuadros intermedios y militantes de base. Todos ellos pensaban que la URSS les acogería sin más una vez perdida la guerra, pero esto no fue así porque Stalin no estaba dispuesto a admitir una inmigración masiva de comunistas españoles que le pudiera generar problemas». Enseguida comprobaron «la distancia que existía entre el “paraíso de la clase trabajadora” y la realidad». Muchos terminaron en el Gulag. Los que regresaron a España, en su enorme mayoría, no querían ni oír hablar del comunismo.
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