Es doctor en Economía de la Universidad de Princeton y desde hace dos décadas se desempeña como director del Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata. También es profesor e investigador del Conicet. Se ha dedicado a los temas distributivos y sociales como pobreza y desigualdad, entre otros. Entrevistado por La Mañana, se refirió a las consecuencias de la pandemia en América Latina y advirtió que algunos efectos de largo plazo pueden ser preocupantes. Por otro lado, destacó la importancia del crecimiento económico para garantizar el progreso.
Usted ha estudiado profundamente el problema de la desigualdad y la pobreza en América Latina. ¿Qué tendencias ve pospandemia y con el aumento en el precio de la comida?
La pandemia fue un extraordinario shock negativo. Por suerte, gracias a que los países de América Latina tenían un sistema de protección social razonablemente bien armado en las décadas anteriores, pudieron ofrecer una red de contención que hizo que la pobreza y la desigualdad no aumentaran tanto.
De todas maneras, si bien las consecuencias de corto plazo de la pandemia no han sido devastadoras, las de largo plazo pueden ser preocupantes. Me parece que hay al menos dos amenazas importantes. La primera es que la pandemia puede haber acelerado el camino hacia una mayor automatización. Y los riesgos de la automatización no son simétricos, lo que puede exacerbar la desigualdad.
La segunda preocupación proviene de las asimetrías en el aprendizaje durante la pandemia. Los niños de contextos vulnerables tuvieron muchas menos posibilidades de mantenerse al día con las clases. Algunas investigaciones ya están mostrando, por ejemplo, que la probabilidad de completar la enseñanza secundaria disminuyó para los niños con padres con un alto nivel educativo, pero se redujo mucho más para los niños con padres con un bajo nivel educativo. Esta asimetría naturalmente va a tener consecuencias distributivas dentro de algunos años.
Pasaron tres décadas desde el Consenso de Washington, y daría la impresión de que en muchos países de la región seguimos creyendo en la teoría del derrame. ¿Basta con un crecimiento general de la economía?
Uno podría pensar en distintas versiones de la teoría del derrame. Una es la del derrame orientado. Si la economía crece es muy probable que mejoren las oportunidades de progresar de muchas personas. Y con crecimiento, el gobierno tiene más medios para hacer transferencias a los menos favorecidos. En ese contexto, si se orienta bien, el crecimiento es un medio muy poderoso para garantizar el progreso general y la reducción de la pobreza.
Pero también está la versión más ortodoxa de la teoría del derrame, la que sugiere que alcanza con crecer sin necesidad de intervenir. Ahí soy menos optimista. El crecimiento en un marco de capitalismo desregulado es ciertamente posible, pero las consecuencias distributivas son inciertas. En el mundo actual los países más exitosos no creen en esta versión extrema del derrame. Son capitalistas, apoyan el libre mercado como motor del crecimiento, pero lo regulan fuertemente para que el derrame les llegue a todos: tienen tasas impositivas altas, salario mínimo, sistemas de protección social, gasto social alto, políticas redistributivas.
Desde el Fondo Monetario Internacional se impulsan medidas para mejorar la oferta, como ser bajas de aranceles que permitan mejorar la eficiencia de la economía. Sin embargo, daría la impresión de que una baja de aranceles en este contexto puede asestar un duro golpe a las industrias nacionales. ¿Hay un balance entre la eficiencia de la economía y la protección de los empleos industriales? ¿Hasta cuánto es conveniente abrir la economía en un contexto de incipiente desglobalización?
El comercio internacional es un componente muy importante de una estrategia de crecimiento. Es muy improbable que un país que se cierre pueda crecer sostenidamente, y por lo tanto las perspectivas de bajar sistemáticamente la pobreza se complican. Pero, dicho esto, bajar aranceles indiscriminadamente, de forma abrupta y sin mecanismos compensatorios puede tener efectos distributivos fuertes. Hay mucha evidencia que sugiere que en algunos países de la región la apertura de la economía en los 90 estuvo asociada a un incremento en la desigualdad. La apertura y la integración al mundo deben hacerse de forma gradual y considerando los impactos distributivos, pero cerrarse no me parece una alternativa conveniente.
¿Cuál es en su opinión la diferencia entre los países desarrollados y los países del Cono Sur? ¿El desarrollo es solo función del nivel de ingreso medio, o tiene que ver con políticas de distribución que apuntan a poner un coto a la pobreza?
El desarrollo es más que un Producto Bruto Interno (PBI) alto. Algunos países árabes petroleros tienen niveles de PBI per cápita muy altos, pero es difícil clasificarlos como desarrollados. De acuerdo con muchos criterios, Catar es más rico que Suecia, pero seguramente menos desarrollado en muchas dimensiones: acceso a servicios, derechos, protección social y otros.
En una entrevista reciente en Clarín usted advirtió sobre la tentación política de hacer cambios radicales, lo que nosotros llamamos “refundacionales”, y recomendó en su lugar un gradualismo y la aplicación de un menú expandido de herramientas. ¿Puede elaborar un poco sobre su visión en este tema?
No sé el caso de Uruguay, pero en Argentina, ante la frustración por el estancamiento económico, ganan espacio propuestas que proponen un giro de 180 grados. Mi visión es que necesitamos cambios que no son necesariamente radicales, al menos no en todas las áreas. Los países desarrollados no están a 180 grados de donde estamos nosotros, no están en las antípodas. Pero hay una razón adicional para evitar cambios pretendidamente refundacionales. Los cambios abruptos generan siempre una cantidad de tensiones sociales que son muy difíciles de manejar, y que en algún momento se desbordan e implican una vuelta atrás en las políticas. Es el péndulo en el que muchos países estamos, y que hace imposible el progreso.
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