En 2007, organizado por el programa radial Sopa de Letras de CX26 y convocado por el MEC, la Biblioteca Nacional y el SODRE, se llevó a cabo el Primer Concurso Nacional de Cuentos Premio Paco Espínola. El jurado integrado por María Inés Obaldía, Carlos Caillabet y Henry Trujillo adjudicó tres premios y veinte menciones especiales. Tomás de Mattos, a la sazón director de la Biblioteca, dice en una nota periodística que se presentaron 1604 trabajos y que del conjunto «hay cinco escritores que han editado», entre los que no me incluye –tampoco lo hace con el también seleccionado Federico Leicht– lo que, si bien no era exacto, tal vez haya resultado conveniente.
Entre la veintena de menciones se encuentra este cuento que, para decirlo al cauto modo borgeano: «no me deshonra». Por lo menos eso espero…
El amor según B
Dicen los especialistas que las fobias son miedos morbosos provocados por un objeto o situación. A veces esos temores hay que rastrearlos en traumas infantiles. En el caso de Berenice Gil solo había que seguir el mapa de su piel. Ese epitelio estratificado pavimentoso cuyas células superficiales se cornifican, presentaba a la altura de la rodilla derecha dos marcas, producto de una temprana mordedura perruna. Ese día supo lo que es el miedo. No ese miedo expresión de la insuficiencia y del error, del no conocer dentro del conocer, de la manifestación solidaria de la experiencia de la alteridad y otras bobadas. Sintió el miedo real pisándole desde el cóccix hasta la médula, anhelante y viscoso. Un miedo gruñón y afilado que se quedó ahí desde entonces, en algún lugar, pegado a la pared sin atreverse a saltar, como un suicida indeciso. Esa es la causa eficiente de su cinofobia
Hoy Berenice, con sus frescos sesenta y cuatro años, está sentada ante la ventana de su apartamento. El sol de abril espejado en su reloj juguetea en el techo. Ahora es Berenice la que lo orienta hacia los cuadros, los caballitos suecos, los cacharros de barro, el plato chino, el teléfono que no suena, el maldito teléfono. Berenice está esperandosu llamada, como siempre. Nunca hubo otro hombre para ella. Ni siquiera cuando estuvo casada. Cuando lo vio por primera vez ella cursaba tercero de secundaria, el año de los bailes de quince. Filipo del Gruc era el profe de Historia Natural.
Ella se enamoró no más verlo. No le importó que la doblara en edad, ni su incipiente calvicie, ni que ignorara soberbiamente a esa larguirucha de ojos grandes que era ella. “Filipo” invocaba en su imaginación adolescente nombre de rey y de conquistador y había en ese “del Gruc” que parecía un apellido hachado, algo viril que seducía su intimidad sin saber por qué. No fue otro que él quien la inició en los misterios del sexo aquel inolvidable 4 de agosto (¿o fue el 8 de agosto?), aquel inolvidable agosto, en que del Gruc dividió la clase en dos grupos para explicar la reproducción humana. Desde ese día fue suya para siempre. Dejó de verlo al término del año lectivo. De ahí veinte años Berenice dejó de crecer hacia arriba, redondeó su figura, se recibió, se casó, se divorció, frecuentó a sus amigas, paseó por el parque siempre atenta a la cada vez más importante población canina.
En una de esas salidas sabatinas un pequeño cachorro de perro le salta a la falda. Ella se desvanece de la impresión. Un hombre se abre camino entre la gente que rodea a la mujer, invocando su calidad de médico. Berenice despierta en brazos de su adorado del Gruc. No puede creerlo. Piensa que murió y fue al cielo, luego comprende que difícilmente encontraría allí a del Gruc. Cambia entonces cielo por infierno, pero la placidez de la tarde y la fuerza del hombre son demasiado reales, aunque ¿quién dijo que el infierno no lo es? Él la mira con interés y curiosidad. ¿Cómo reconocer en ella a aquella flacucha liceal de hace veinte años? Es Berenice que fuerza los recuerdos del hombre.
Tanto repetirá las mismas historias que del Gruc acabará por creer que realmente así sucedieron. Él, soltero empedernido se deja llevar. Desde entonces no se separarán más… hasta que anochece. En ese momento del Gruc invoca a su perro, que resultó perra, que quedó preñada, que tuvo perras que quedaron preñadas, (la saga perruna durará veintinueve años). Alega, legítimamente, que debe sacar al animal a hacer sus necesidades y darle de comer. Y se retira hasta el día siguiente. Esa presencia perruna hace imposible la vida de consuno. Por la fobia de Berenice. Por la intransigencia de del Gruc. “Tenés que tratarte Be”, dice él. “¿No podrías castrar las perras?”, replica ella. La relación se hace cada vez más telefónica. Y aun así es imposible mantener un diálogo sin el incansable, monocorde, isócrono ladrido como tema de fondo. Berenice ni siquiera conoce la casa del hombre con quien está vinculada desde hace treinta años. El miedo la paraliza, la petrifica, la convierte en salega como a la mujer sin nombre. No puede elaborar siquiera el concepto de perro…
Y el teléfono que por fin suena. El corazón le da un vuelco. Logra serenarse y toma el tubo. Escucha en silencio. “Gracias…muchas gracias…”, alcanza a musitar antes de colgar. El que la llama es un vecino de del Gruc que vive en el apartamento de al lado. Dice que oyó un fuerte ruido seguido del ladrido de un perro. La puerta estaba abierta. Entró. Encontró a del Gruc boca abajo entre el sillón y la mesita del teléfono. Se conoce que le falló el corazón y tal vez, intentando alcanzar el teléfono, se desplomó arrastrando las cosas que estaban sobre la mesita: un jarrón, un grabador…
Unos sobrinos cayeron como buitres sobre los pobres bienes del difunto. El que se llevó el grabador nunca pudo entender por qué, aquel viejo loco, tenía una cinta entera con el ladrido de un perro.
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