Esto de tener que levantarme a las 7 no me hace ninguna gracia. Refregándome los ojos y medio bastante alunado me voy derecho al lavatorio, que está contra el tronco de la glicina; es de esos de tres patas, con lugar para la palangana arriba y el jabón abajo. Ahora la palangana es blanca, esmaltada; la anterior era blanca, pero se agujereó; mamá nos exige que casi la llenemos de agua y usemos bastante jabón para lavarnos bien la cara y las manos, casi hasta los codos.
El toallero es un alambre con tubinos de hilo de coser, vacíos, hecho por mamá; ella gasta mucho hilo siempre. También está colgado de un gancho en los gajos gruesos de la glicina, lo mismo que el balde con agua, también esmaltado, azul, de 10 l. Las toallas son pedazos de ropa en desuso, de color oscuro, porque siempre andamos con las manos no muy católicas, cuidadosamente dobladillados a máquina; para papá son blancas, con flecos, hechas con la tela de las bolsas de azúcar RAUSA.
Papá y yo, que soy el más chico, desayunamos huevos fritos con azúcar –él tres y yo dos– y después café con leche y galleta de campaña, de esas duras, que no se echan a perder ni en un mes. Los demás no sé, porque apenas me da tiempo para ponerme la cartera de tela a media espalda e irme para la escuela; túnica no, porque los lunes la dejamos en la escuela, en los percheros que hay detrás de la puerta y la traemos los viernes para lavar. La maestra nos hace sacarla para el almuerzo y el recreo, para que la tengamos siempre lo más limpia posible; y hoy es viernes, 30 de noviembre ya, así que tendré que traerla.
Pá, mañana sábado, ¡qué día me espera! Aunque quisiera dormir un poco más, no hay manera. En esta época, los grandes se levantan más temprano para disfrutar del frescor de la mañana; para mí es la mejor hora para dormir…
Pero los sábados, imposible: tempranito, mamá y mis hermanas empiezan a sacar las sábanas para lavar y si me descuido me tiran a la pileta con sábanas y todo. Es día de lavado y limpieza general de todo. Papá y Tití limpian y ordenan el galpón, la troja y los corrales, toda la mañana. Duque se fue a Piedra Sola hace meses, a trabajar de peón casero a la estancia de Don Juan Tafernaberry, un señor muy famoso, y Mimoso sigue prestado para tío Ramón.
Nena y yo nos pasamos la mañana baldeando agua del pozo para la pileta, que menos mal está cerquita; mamá y Delica lavan y relavan, tuercen y retuercen ropa, tienden unas en el pasto para que tomen sol, otras en el alambre porque quedan prontas, otras van a los baldes con jabón, hasta el otro día (“para que afloje bien la mugre”, dice mamá).
De tarde, después de la hora de la siesta, Nena y yo tenemos que pulir los cubiertos Elmo, con ladrillo molido a martillo, hasta que queden relucientes como un espejo; después papá afila los cuchillos de mesa y de cocina en una piedra arenosa traída de la ladera del cerrito, mientras yo le voy echando agua de a poquito cada vez que él me indica.
Si mañana vienen visitas, todo está limpio y ordenado: cocina, bancos largos del comedor, pisos de portland lustrados, todo: por poco mamá no nos hace lavar hasta las paredes… Cambia de hules a las mesas todos los sábados y de carpetas de crochet, hechas por ella, la cómoda, las mesas de luz, los aparadores. Tiene un juego diferente para cada mueble y para cada sábado.
Se pasó el día. Queda solo una semana de clase. Después les contaré cómo me fue.
Jesús H. Duarte, maestro
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