Hace veinte años la antropóloga Kyra Kramer publicó un libro titulado Blood Will Tell: A Medical Explanation for the Tyranny of Henry VIII. Trataba de explicar por qué el rey inglés popularmente conocido por sus múltiples casamientos y su ruptura con la Iglesia católica, se convirtió en el tirano asesino que tuvo seis esposas sucesivas e hizo ejecutar a dos. Durante su reinado mandó matar a «dos reinas, dos cardenales, dos arzobispos, dieciocho obispos, trece abades, quinientos priores y monjes, treinta y ocho doctores, doce duques y condes, ciento sesenta y cuatro caballeros, ciento veinticuatro ciudadanos y ciento diez mujeres», según el detalle del escritor español J. M. Sánchez de Muniaín.
«La sangre lo dirá»está expresado en su sentido literal. Pero no se trata de la que el rey hizo derramar sino de la suya propia. Las investigaciones realizadas, junto con la bioarquéologa Catrina Banks, llevan a afirmar a estas dos investigadoras norteamericanas que una deficiencia genética del monarca era responsable de que sus mujeres abortaran o tuvieran hijos que no lograran sobrevivir. La misma patología influyó en el progresivo deterioro físico, moral e intelectual que lo fue transformando en un déspota. En 1521 asistido por John Fisher y Thomas More –Tomás Moro– había escrito Defensa de los siete sacramentos. Una apología del carácter sacramental del matrimonio y la supremacía papal. Considerado un trabajo muy oportuno ante el avance de Lutero, el Papa le había conferido el título de «Defensor de la Fe».
El trabajo de Kramer y Banks es obviamente una teoría, pero la explicación médica del actuar de Enrique se considera plausible en los círculos especializados.
De Utopía a los altares
Erasmo de Rotterdam, amigo y confidente, mantuvo con Moro una copiosa correspondencia e influyó positivamente en el más conocido de los textos del abogado y político inglés.En 1516, Tomás Moro envió a Erasmo un ejemplar de su trabajo que tituló Nusquama, con la siguiente recomendación: «para que le des un buen trato». El título es una expresión latina que al igual que la griega utopía fue acuñada por Moro con el común significado de «en ninguna parte».Erasmo remitió el libro a Lovaina donde fue imprimido con el título que le conocemos: Utopía.
En la obra, un ficticio marinero portugués relata a Moro sus experiencias en Utopía. El fundador, de cuyo nombre deriva el de la isla, sería Utopo, quien después de hacerse con el poder, transformó la península en una isla y dictó las normas. La capital es Amaurota, a orillas del río Anhidro –es decir que no tiene agua–. El príncipe es elegido indirectamente: se votan electores que a su vez «eligen en voto secreto y proclaman príncipe a uno de los cuatro ciudadanos nominados por el pueblo. […] El principado es vitalicio, a menos que el príncipe sea sospechoso de aspirar a la tiranía». «Nada se considera de propiedad privada. Las mismas casas se cambian cada diez años, después de echarlas a suertes». En cada localidad «hay un mercado público donde se encuentra de todo. A él afluyen los diferentes productos del trabajo de cada familia. Cada padre de familia […] lleva lo que necesita sin que se le pida a cambio dinero o prenda alguna».
Algunos autores dicen que las ideas sustentadas por Moro en su obra fueron las verdaderas razones que produjeron su muerte. Sin embargo, gozaba del favor del rey que lo hizo Lord Canciller en 1529, cargo al que renunció en 1532 cuando Enrique intentaba que el Papa anulara su matrimonio con la españolísima Catalina de Aragón. Catalina había enviudado de Arturo, el hermano mayor de Enrique. Para casarse con ella necesitaba la autorización papal. Alegó que el matrimonio no había sido consumado. Ahora quería anular el casamiento argumentando lo contrario.
La reina le respondió que nadie mejor que él sabía que eso no había sido así. Pero no era la verdad lo que se buscaba sino la satisfacción de las regias apetencias. Moro prefirió llamarse a silencio y renunció a su cargo de Lord Canciller.
Como Enrique no pudo desatar el nudo gordiano, lo cortó: en 1534 hizo aprobar una ley que estableció que el jefe de la Iglesia inglesa es el rey, es decir, él mismo. Y, de inmediato, otra norma penando como traidor al que no aceptare las condiciones de la anterior. De modo que todos, bajo pena de muerte, debían expresar su acatamiento.
De dos filos
El obispo Juan Fisher afirmaba que esa normativa era «una espada de dos filos, porque si uno quería observarla, perdía el alma; y si contradecirla perdía el cuerpo». Moro compartía la posición del prelado. Y argumentaba no haber encontrado ningún doctor aprobado por la Iglesia católica que sostuviera la posibilidad de que un laico pudiera ser cabeza de un Estado eclesiástico. Los dos fueron detenidos y encerrados en la Torre de Londres. El anciano obispo fue el primero en ser decapitado el 22 de junio de 1535. Otros religiosos ya habían sido ejecutados. Crónicas de la época describen cómo algunos cartujos fueron arrastrados por la calle, ahorcados y arrancados sus intestinos mientras que otros fueron quemados. La cabeza de Fisher fue exhibida clavada en una pica en el Puente de Londres. Dicen que la cabeza «se puso más lozana a cuando era viva y muchos creyeron que empezaría a hablar». Cuando el rumor llegó a las autoridades, fue retirada y escondida.
Después de quince meses de prisión en la Torre, Moro fue llevado a declarar ante el nuevo Lord Canciller y el duque de Norfolk. Debilitado por la prisión y la enfermedad, apoyado en un bastón, fue interrogado de pie por sus acusadores. Estos le dieron la oportunidad de arrepentirse de sus delitos. Negó la traición. Pero siempre se había opuesto al segundo matrimonio del rey y traición hubiera sido ocultárselo, alegó. El edicto era una espada de dos filos, ¿cómo hubiera podido evitarse caer en uno de los dos peligros?
Era costumbre que los condenados a muerte hablaran al pueblo desde el Puente de Londres. Dijo que moría «como fiel siervo del Rey, pero buen siervo de Dios, ante todo». Fue decapitado el 6 de julio de 1535. Su cabeza fue cocida en agua hirviente para que produjera más horror. Así, Enrique VIII había eliminado a los dos hombres que habían cooperado en su Defensa de los siete sacramentos, aunque conservó para sí el título papal.
La última carta de Moro a Erasmo está fechada en junio de 1533. Le dice: «yo fui molesto para los herejes […] tengo en gran aborrecimiento a esta ralea de hombres […] por ellos tengo yo serios temores para el mundo». Probó con su muerte la fuerza de sus convicciones.
Santificados Fisher y Moro por la Iglesia en 1935, su día se celebra el 22 de junio.
Si la justificación de Enrique VIII estuvo en su trastorno genético bien podría perdonársele por aquello de «no saben lo que hacen».
Sin perjuicio, tienen total vigencia las palabras del último texto de Santo Tomás Moro. Encerrado en la Torre de Londres, Moro había escrito su Diálogo de la fortaleza contra la tribulación, donde dice: «Si los hombres desean cargos y puestos de autoridad solamente por sus caprichos mundanos, ¿quién puede esperar que los usen bien y que no haya abuso de autoridad y daño muy grande?». Por algo San Juan Pablo II lo proclamó «Patrono de los Gobernantes y de los Políticos» (incluye a las mujeres, eh). ¡Qué bueno sería que lo tomaran en cuenta!
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