Otro martes de cierre de edición.
Jornada extensa que culmina el trabajo de toda una semana. El de los periodistas que salen a buscar la información y los testimonios de los protagonistas para plasmarlos en sus artículos. El de los columnistas que vuelcan su inspiración y conocimientos para desarrollar un tema de debate. El de los correctores para lograr prolijidad y estilo en los textos. El de los diseñadores que arman el rompecabezas y se encargan de la estética del producto. El de los editores que procuran darle unicidad y coherencia a la publicación.
Empresa creativa que depende también de una adecuada logística, gracias a la impresión y la distribución para los lectores en todo el país. Trabajo que se sustenta precisamente en esa comunidad de suscriptores y de avisadores que confían en el semanario.
En tiempos de Internet, donde las redes afortunadamente permiten llegar a una gran cantidad de personas en todo el mundo, podría llegar a pensarse que no tiene mucho sentido el esfuerzo por entregar cada semana un semanario de 32 páginas en papel. Que bastaría con subir a la web las noticias en tiempo real buscando tener la mayor cantidad de primicias.
Sin embargo, la edición en papel tiene un significado muy importante: la solemnidad de dejar las cosas por escrito en un soporte material. Esto implica una responsabilidad mayor para toda la cadena de producción periodística. Rigurosidad que puede verse amenazada hoy en medios digitales ante la posibilidad de modificar en todo momento lo que se publica y que abre la puerta a las prácticas de un amarillismo culposo.
La edición en papel implica una jerarquización de la información. El espacio está acotado, por lo tanto, hay que definir qué es lo más importante. Pero también una lectura continua de las secciones permite tener un panorama amplio de la actualidad, así solo se lean los títulos de algunos artículos. No son solo las noticias de una portada web o las que nos lleva a ver un algoritmo en Internet, hay en la selección de temas un criterio de comprensión de la realidad.
Y tiene el papel, además, un valor cultural en sí mismo, por lo que significa el hábito consciente de detenerse para leer y meditar, sin estar conectados a aparatos virtuales, quizás compartiendo una ronda de café o una mesa familiar o una charla con el kiosquero del barrio.
Con aciertos y errores, La Mañana ha cultivado en estos tres años de la nueva época un estilo sobrio, aunque comprometido. En ese sentido rehuyó siempre a caer en las descalificaciones personales o inmiscuirse en asuntos de la esfera íntima de los particulares. Por momentos el intercambio o la confrontación de ideas pueden ser duros, pero no con otro motivo que promover una reflexión sincera sobre los temas que consideramos relevantes para el país.
Hay una historia que cumple 105 años de la que somos tributarios y orgullosos continuadores, sin perder de vista las palabras del maestro José Enrique Rodó que rememoramos cada miércoles en esta página: “Reformarse es vivir”.
La edición está cerrada. Marcha a impresión.
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