En 1979, cuando recién se había iniciado la segunda crisis del petróleo, la Fiat lanzaba al mercado brasileño su modelo 147 con motor a etanol. Pocos años después, en Argentina comenzaba a circular un Peugeot 504 con equipamiento original para funcionar a gas natural comprimido (GNC). Esto ocurría mientras el transporte en el mundo desarrollado seguía quemando gasolinas y diésel.
En aquella época los renovables no eran una moda. Se trataba de una opción estratégica de países soberanos que buscaban reducir la dependencia de sus economías a combustibles como el petróleo cuyo acceso dependía de terceros países y a precios históricamente elevados. No sentían que debían consultar a ninguna ONG u organismo internacional.
Como resultado de las políticas energéticas llevadas adelante por Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay, el Cono Sur ingresaba al siglo XXI con una de las matrices energéticas más limpias de cualquier otra región del planeta. Esto gracias a sus centrales hidroeléctricas, el gas natural argentino y al etanol brasileño.
La permanente necesidad de los países desarrollados de crear mercados para sus tecnologías encontró en la región algún que otro iluso con chequera estatal dispuesto a comprar la versión moderna de los espejitos de colores. Es así que nos vendieron parques eólicos producidos con acero proveniente del carbón y paneles solares con materiales raros provenientes de explotaciones mineras en África. Todo muy sostenible… para los accionistas de Siemens, Alstom y algunas otras más. Pero estas fuentes intermitentes de energía necesitan de importantes inversiones complementarias en plantas de respaldo térmico, líneas de transmisión y tecnologías de almacenamiento, todas hechas por el sector público, en lo que constituye un subsidio encubierto más a la generación privada de renovables.
En nuestro país, el apogeo de la estupidez se registró con el trasnochado proyecto de la regasificadora, basado en la exportación de gas a Argentina, un país que podría abastecer a toda la industria del continente con sus reservas de gas natural. Pero justamente aquí radica un problema que es emblemático de las dificultades que enfrenta el Mercosur. El costo del gasoducto que unirá las enormes reservas de gas natural en Vaca Muerta (Neuquén) y la provincia de Buenos Aires es ínfimo respecto a su potencialidad económica, motivo que dificulta comprender cómo es que este no se construyó hace ya años.
La respuesta cómoda, y hasta “políticamente correcta” en algunos círculos, pasa por atribuirle la responsabilidad a la incompetencia de los gobiernos argentinos de los últimos tiempos. Pero cuando nos detenemos un poco a repasar la historia de la región, inevitablemente el análisis nos lleva a identificar motivos y actores extraregionales, siempre presentes para descarrilar cualquier intento serio de integración.
A nadie incomodó el esfuerzo de hace unos años por instalar un risible “Tren de los Pueblos Libres”. Pero cuando el presidente argentino Julio Argentino Roca y su par chileno Federico Errázuriz se reunieron en febrero de 1898 en el Estrecho de Magallanes, esto provocó seguramente gran consternación en las principales capitales del mundo. El Canal de Panamá sería inaugurado recién en 1914 y un acuerdo entre Argentina y Chile hubiera significado no sólo que el Cono Sur controlara el pasaje del Atlántico al Pacífico, sino posiblemente también el dominio sobre la Antártida, la última gran reserva de agua dulce y el gran motivo por el cual el Reino Unido se aferra a las Islas Malvinas. Cuando el barón de Rio Branco y fundador de Itamaratí tomó el tema en Brasil, se instaló en la política regional el “Triángulo ABC”. A partir de ese momento, todo gobierno sucesivo que se animara a reflotar la idea terminaría muerto o depuesto por un golpe de Estado.
La guerra en Ucrania nos ha ayudado a despertar del letargo en el que habíamos caído. Observamos algo atónitos a los alemanes corretear por el mundo buscando gas natural, al mismo tiempo que desempolvan sus centrales a carbón; a los franceses, que ya habían logrado convencer a Bruselas de que la energía nuclear es “verde”, entusiasmarse con una nueva oportunidad de vender centrales atómicas. Hasta la azotada España ve en la crisis una oportunidad de restregarle en la cara a los germanos su única regasificadora, construida en la década de los ´60 por un gobierno al cual hoy la historia intenta proscribir sin éxito. La realidad es que no hay sustituto para el gas natural en ningún horizonte cercano.
En este contexto mundial, Uruguay se encuentra frente a la boca del Río Paraná, en medio de la principal región exportadora de alimentos del mundo. La región está sentada encima de enormes reservas de gas natural y dispone de una envidiable infraestructura de energía hidroeléctrica. A esto se agregan reservas de agua fresca que son la envidia del todo el mundo, especialmente de Sillicon Valley, que tiene todo lo que se puede comprar con dinero, salvo agua. Si a esto agregamos que el Mercosur tiene un mercado interno de 300 millones de habitantes, el Cono Sur es, junto con América del Norte, una de las pocas regiones que se puede cerrar y sobrevivir.
Es por ello que desde afuera siempre nos van a colocar todos los anzuelos para dividir al Mercosur, ese imperfecto continuador del proyecto ABC ideado por gigantes como Roca y Rio Branco. Este fue siempre el juego y nuestro país debe estar alerta. La prosperidad de las naciones de la cuenca del Plata pasa por la colaboración y la integración, no por comprar los espejitos de colores que los grandes intereses colocan frente a nuestras narices. No perdamos tiempo soñando con el hidrógeno verde que es una forma más, como la celulosa, de exportar agua. ¿O no nos damos cuenta que estamos abriendo la puerta a que entre gallos y medias noches se empiece a discutir sobre el acuífero guaraní?
Cristobal R. Stefanini
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