Cuando la escena política en un país muestra la existencia de dos bloques partidarios enfrentados, de similar poderío electoral, que se alternan en el gobierno con proyectos diferentes, es natural analizar el comportamiento que tienen y/o deberían tener sus dirigencias.
Como se sabe, no existe ni jamás ha existido un régimen perfecto de gobierno y tampoco lo es la democracia. Es imperfectamente representativa y, como decía Raymond Aron, es “el único sistema que reconoce que la historia de los Estados está escrita en prosa y no en poesía”.
Tampoco se ignora que hay quienes sostienen que la democracia está en crisis en todo el mundo, así como su funcionamiento y legitimidad.
En consecuencia, la responsabilidad de todos los actores políticos es mantener la democracia y fortalecerla frente a las crisis económicas que la debilitan o los mesianismos que la arrinconan.
Ante el fracaso económico –que en un mundo globalizado puede depender de muy distintas causas, como lo están demostrando las fluctuaciones de los precios, la volatilidad de los mercados, una imprevisible pandemia o una guerra inesperada–, la democracia se debilita, pues al afectarse el producto y disminuirse los recursos disponibles se reduce y perjudica la distribución.
Este desequilibrio acentuado de la renta nacional, que perjudica a los sectores más vulnerables, es provechado por las doctrinas colectivistas para atacar y poner en crisis la estabilidad democrática. Ahora ya no hay golpes militares, como decía Jean François Revel, “la izquierda socava la democracia desde adentro, sicológica y moralmente, frente a la apatía, ceguera o frivolidad de los demócratas”.
Si concebimos la política como una lucha por el poder y a los partidos como organizaciones que aspiran a su ejercicio para imponer su proyecto, será válida la visión estratégica y la acción unidimensional enfocada exclusivamente a ese logro. Nada importa a quienes procuran la total transformación del régimen político, económico y social, los reproches de que la transfiguran en un fin legitimo, porque a los ojos de sus fieles –ha dicho Max Weber– nunca se paga demasiado por la revolución.
Frente a esa actitud, el filósofo alemán Jürgen Habermas ha sostenido que “la democracia para su sostén requiere formas de comunicación en que la gente participe en el gobierno a través del diálogo y el debate, dentro de un marco de buena voluntad, respeto y preocupación mutua, en una comunidad que trabaje por el bien común o sea de todos”.
Su teoría de la “acción comunicativa” es en realidad una forma de interacción que define expectativas recíprocas de comportamiento.
Esa proposición es la de evitar las formas estratégicas y manipuladoras, que tienden a deshumanizar a las personas como medio al servicio de la obtención del poder, sin buscar otro fin, ni respetar su valor y dignidad propios.
Por eso, la construcción teórica de Habermas es un aporte de singular importancia para un seguro tránsito hacia una democracia deliberativa, orientada al entendimiento y la comprensión mutua entre las personas.
Del mismo modo, el filósofo americano John Dewey postula que para el progreso y la consolidación democrática se necesita el crecimiento de nuestro entendimiento para orientar las instituciones hacia un ideal moral objetivo.
Si ambas partes –gobierno y oposición– no optan por el diálogo dirigido a la mutua comprensión y solo conocen formas estratégicas de comunicación, el resultado será la división de los pueblos o la gente al colocarlos siempre en competencia, controversia, antagonismo y sospechas entre sí. De este modo el poder y la voluntad de ejercerlo sustituyen al debate, al diálogo y a la toma de decisiones colectivas y compartidas.
En consecuencia, será responsabilidad de las dirigencias políticas para hacer viable y sólida la democracia, enmarcarla en ese contexto de cooperación y entendimiento mutuo al que propende el discurso comunicativo de los filósofos citados.
Llevado ese razonamiento a nuestro medio, estamos lejos de un posible acuerdo entre gobierno y oposición cuando ni siquiera, ante puntuales políticas de Estado destinadas a sobrevivir varios mandatos, no se llega al acuerdo y por el contrario se reacciona frente a posiciones anteriormente asumidas en su agenda, como está haciendo el Frente Amplio respecto de la reforma previsional y el TLC con China, tomados como ejemplos.
Se debería tener en cuenta aquellos principios filosóficos como un verdadero código de comportamiento deontológico que apunta a un sistema compartido que fortalezca y consolide la democracia.
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