Todavía en 1999, justo antes de ser admitidos en el euro, prácticamente ningún griego tenía una hipoteca, y mucho menos una tarjeta de crédito. Sin embargo, para entrar en Europa debimos reducir nuestras barreras comerciales y, más tarde, desmantelar todos los controles de capitales. Inmediatamente, un tsunami de importaciones, dinero y préstamos salió del norte de Europa hacia Grecia. No es que nos resistiéramos a ello, ávidos como estábamos de los símbolos materiales de la modernidad. Antes de que nos diéramos cuenta, nuestras fábricas se cerraron (y se convirtieron en almacenes para las lavadoras y los frigoríficos importados que antes se fabricaban aquí); nuestras cuentas bancarias pasaron de estar en negro a estar en rojo intenso; nuestra dignidad y nuestra filotimia se vieron desgarradas. Era solo cuestión de tiempo antes de que estallaran las burbujas bancarias y de deuda mundial, y para que los mismos europeos y estadounidenses que en su momento nos ensalzaban como los pilares de la civilización occidental se volvieran contra nosotros. Ignorando convenientemente que habían insistido en que tomáramos prestadas montañas de su dinero –para que pudiéramos comprar sus coches, lavarropas y su alta costura–, no dudaron en calificarnos con todo tipo de nombres no aptos para ser publicados aquí.
Yanis Varoufakis, exministro de Economía de Grecia, en Unherd, 5 agosto
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