Los uruguayos vivimos en un país al que podríamos calificar de privilegiado, sin temor de incurrir en elducorados y cursis eufemismos. Afirmación esta abarcativa desde lo social hasta lo climático.
Carecemos de temperaturas extremas, no padecemos las clásicas calamidades climatológicas que se repiten en muchos puntos del planeta, como huracanes, terremotos, inundaciones insuperables, catástrofes por desprendimiento de tierra (alud desde montañas que no poseemos), etc. Sin dejar de recordar que no hace mucho Paysandú sufrió un tornado, fenómeno que se repite de tanto en tanto, pero lejos del efecto demoledor de los ciclones que asolan al Caribe año a año.
En lo comunitario tenemos que reconocer, que desde hace más de cien años, apenas comenzado el siglo pasado, se fueron implementando políticas sociales que han logrado resultados tangibles, que enriquecieron la convivencia democrática y que nos pusieron en esa materia a la cabeza del continente.
Pero hay episodios insólitos, producto de lo imprevisible o de la fatalidad, que sacuden la fibra sensible de todos nuestros compatriotas, muchos de los cuales se sorprenden que hayan tenido lugar aquí y con tan poco tiempo de diferencia uno del otro. Nos referimos a la explosión que destruyó un edificio entero en una zona residencial de Montevideo y al incendio que arrasó un centro comercial entero en pocas horas en Maldonado, causando cuantiosos daños materiales y alguna vida humana en el caso del edificio.
A esto se agrega el cúmulo de delitos de cada jornada, que noche a noche, los informativos divulgan como una macabra letanía.
Ahí se van narrando asesinatos, fraticidios, parricidios, feminicidios, homicidios – los más- como ajuste de cuentas, etc.
Al hondo malestar que estos reiterativos hechos violentos van generando en la población, se le agrega otra preocupación: en algunos casos, hay niños que son testigos presenciales de bochornosos hechos, que en muchos casos involucran a sus propios progenitores.
Días pasados la columnista de El Observador Paula Ojeda publica un artículo titulado Inocencia interrumpida, donde analiza en profundidad este último tema. Como introducción a la nota, recuerda que el artículo 311 del Código Penal establece como circunstancia agravante cuando el homicidio es cometido frente a personas menores de edad.
En el extenso relato va narrando episodios de cruda violencia donde participan niños de 3 años. Describe con mucha sensibilidad la fragilidad del alma infantil, “esos tres años entre los que todavía no se distingue fantasía de realidad” y les toca ser protagonistas de escenas brutales en distintos barrios de la periferia de nuestra ciudad capital. Balaceras ya sea por ajuste de cuentas vinculados a la droga o deudas incobrables, o ya sea por violencia doméstica, va describiendo “el incremento de los crímenes de las últimas décadas, donde cada vez son más los niños a los que le compran un boleto en primera fila para presenciar las imágenes más violentas que puede dar la sociedad…”
Estas escenas que se vienen dando en nuestro país en los últimos veinte años, no se diferencian mucho de lo que sucede en Centroamérica o en México o en gran parte del mundo actual.
¿Se trata de una calamidad inexorable o se puede evitar?
En el universo de lo humano se debe desterrar el determinisno y no confundir al animal hombre poseedor de voluntad con su compleja naturaleza de cuerpo y materia con el mundo de las cosas inertes.
Solo usamos el término fatalidad como sinónimo de desgracia sorpresiva que golpea en un medio donde no se esperaba. Pero tanto la explosión de Villa Biarrits como la calamidad del centro comercial de Punta del Este, con medidas de prevención o seguridad se podrían haber evitado.
Y la otra explosión, la violentista, la que desconoce el valor de la vida humana que viene engangrenado al cuerpo social, que muchísimo más grave que los casos aislados anteriores, también se puede revertir.
Pero para eso, hay que atacar las causas y no los efectos.
Es evidente que esta realidad lastimosa, que hoy estamos viviendo, no se instaló de un día para otro en nuestro medio, sino que tuvo un avance sostenido. Y no hay que caer en simplismos como ideologizar su procedencia, o buscar causas únicas como por ejemplo la droga. Su ininterrumpida marcha a pasos cortos pero seguros, obedece a múltiples factores.
Tampoco se puede ignorar que, a pesar del esfuerzo policial, su avance continuó ininterrumpido porque este flagelo no se arregla solo con represión. Lo que está gravemente herida es la raíz espiritual de nuestros pueblos.
Todo empieza por el impacto cotidiano que afecta la psiquis de los niños y los jóvenes, los más pequeños, los que van modelando su alma a través de los medios.
Poco se habla del efecto dañino de la literatura audiovisual, basada casi exclusivamente en una subasta de violencia grosera que pretende ser el factor común a toda la creciente oferta de distracción en base a seriales televisivas.
La influencia que ejerce es muy poderosa en el desarrollo del sistema de valores, en la formación del carácter y en la conducta de las personas desde la más tierna infancia.
En octubre de 1998 visitó nuestro país el investigador y politólogo italiano, Giovanni Sartori, para presentar su libro Homo Videns, obra esclarecedora de lo que estaba sucediendo, y premonitoria del triste desenlace que nos aguardaba, de seguir tolerando que los medios televisivos, continuaran irresponsablemente actuando sobre la fresca mente de los niños y los jóvenes, que a su entender son una esponja que absorbe sin resistencia el mensaje letal de desprecio por la vida humana y ausencia de valores.
La conclusión a la que llegó la Asociación Española de Pediatría, es que hay una fuerte relación entre las horas de televisión visionadas por semana y la prevalencia de problemas psicosociales en los niños. Lo que se traduce en síndromes de aislamiento, quejas somáticas, ansio/depresivo, problemas sociales, trastornos de pensamiento, problemas de atención, conductas delictivas, conductas agresivas, alteraciones del sueño, nerviosismo, aislamiento-asocialidad, sedentarismo, cardiopatologías, atrofia la actividad intelectual, deficiencia de la capacidad de discernimiento, fracaso escolar y acostumbramiento en la violencia.
Estas reflexiones de hoy, las quiero finalizar evocando a uno de los más vigorosos filósofos contemporáneos, el canadiense Marshall McLuhan, un acendrado defensor de la libertad del espíritu. Tras su muerte, en 1994 la Universidad de Toronto en su honor creó la Facultad de Estudios de la Información. Su tumba sólo luce la inscripción: “La verdad os hará libre”.
Visionario del incierto futuro que hoy nos toca vivir advirtió, sobre la peligrosidad de los más media y del poder abrumador de sus voraces manipuladores.
“Una vez que hayamos supeditado nuestros sentidos y sistemas nervioso a la manipulación a través de nuestros ojos, oídos e impulsos, no nos quedará ningún derecho…” concluye McLuhan, a manera del anatema de un sabio.
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