Tiempo hubo en que los hombres eran respetados y considerados dignos por haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, para conocer, amar y servir a su Creador en esta vida, y alcanzar la vida eterna. Tiempo hubo en que los hombres eran respetados y considerados dignos por el solo hecho de ser hombres. En los tiempos que corren, parecería que los hombres son respetados… si son productivos, si sirven para algo, si le pueden servir a alguien…
Por supuesto, hoy siguen existiendo personas que aman a sus prójimos porque saben que fueron creados por Dios; por supuesto que hay quienes respetan a los demás porque reconocen su humana dignidad. Pero sospechamos que esas personas son cada vez menos, mientras los que respetan al hombre solo por su utilidad, son cada vez más. Tanto al comienzo como al fin de la vida.
¿Cómo llegamos a esto? Muy simple. Hemos legalizado el aborto y la “producción” y multiplicación de seres humanos en laboratorio. Hemos elegido cómo queremos que sea el “producto”. Hemos popularizado los estudios genéticos para evitar que nazcan hombres defectuosos. Hemos depositado a seres humanos en estado embrionario en tanques de frío. A algunos –los más fuertes– los hemos implantado; a veces, ni siquiera en el vientre de sus propias madres, sino en vientres subrogados.
Hemos encontrado mil justificaciones para “producir” los seres humanos que queremos y otras mil para eliminar a los que no queremos: a los que no deseamos. Hemos cosificado al ser humano: hemos renunciado a nuestra propia dignidad. A los ancianos los hemos confinado en “hogares” y “residencias” que no son los nuestros.
El último eslabón de esta cadena –hay que equilibrar el desastre demográfico generado por la anticoncepción y el aborto– es, naturalmente, la legalización de la eutanasia. Si fuimos capaces de legalizar el homicidio de los que estaban por nacer, ¿por qué no seríamos capaces de facilitar el adelantamiento de la muerte a los que se están por ir?
La lógica utilitarista ha avanzado a un ritmo tal que muchos son incapaces de descubrir su propia e intrínseca dignidad. Solo así se puede entender cómo razonan quienes piden la legalización de la eutanasia, para sí o para otros.
Esta lógica es el paradigma de la tiranía, de la intolerancia y de la discriminación. De la tiranía, porque quienes deciden son siempre los poderosos sobre los débiles; de la intolerancia, porque se da muerte al que se considera “sobrante”; y de la discriminación, porque se discrimina según el criterio “te deseo” – “no te deseo”.
Las consecuencias de esta lógica son terribles. Las nuevas generaciones se crían en un mundo que desprecia la dignidad humana y que no tardará en concluir que, si no desea a otro ser humano, tiene derecho a matarlo.
Con esta lógica utilitarista, nada impide hoy que los hijos descarten a sus padres al enterarse de que estos descartaron a sus hermanos porque no los deseaban. Es un razonamiento cruel. Lo terrible es que es coherente con los “valores” de la cultura actual; una cultura que en nada se diferencia de la que promovieron los grandes dictadores de la historia: aquellos que mandaron matar a los que no deseaban, porque no les gustaba cómo opinaban, cómo actuaban o de dónde venían. Dictador es aquel que cree tener derecho a decidir sobre la vida de los demás.
Nosotros no queremos un mundo en el que los “no deseados” por algunos, carezcan de derechos. De la protección y el amparo que por justicia debe brindarles la sociedad y la ley. No queremos un mundo con ciudadanos de primera y segunda categoría. No admitimos la intolerancia que supone decidir sobre la vida de otros, ni la discriminación de los que no tienen voz. Nos indigna que al mal se le llame bien y al bien, mal.
Si hoy somos menos los que aún reconocemos que todo hombre debe ser respetado porque su dignidad de persona procede de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios, debemos esforzarnos el doble por restaurar la cultura cristiana. Porque solo en una cultura de raíz cristiana se considera sagrado al hombre, tanto en su dimensión corporal como espiritual. Solo en la cultura cristiana el otro vale por lo que es y no por lo que tiene. Solo en la cultura cristiana, tanto el nacimiento de los que vienen como la muerte de los que se van se aceptan con serenidad, porque en ellos se reconoce la voluntad de un Padre común que le dice a sus hijos: “es bueno que tú existas”.
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