Praga, abril de 1997. Una ciudad con personalidad y carácter en que se destacaba su legado arquitectónico a pesar de los monolíticos adefesios que había injertado aleatoriamente el comunismo. Salvo algún McDonald’s, no había aún señales de la cauterización homogeneizadora de Occidente.
En la Ciudad Vieja pululaban los mercachifles. Me abría paso frente al monumento a Jan Hus, cuando un ambulante me aborda en alemán. Hago señas de no entender y me responde en inglés. “Nou espik inglish” le digo apurado, con el peor acento posible. Pasa al italiano y le digo “Nintendo”. “¿Español? ¿Madrid?”. “Uruguay”, le respondo, confiado de dejarlo sin libreto. “Batlle y Ordoñez”, me retruca.
Me senté en la escalinata, convencido que no tenía nada más interesante que hacer que departir con este sujeto, de nombre Tomas. Le corregí la pronunciación y noté con sorpresa que apreciaba la aclaración a tal punto que no precisaría comprarle nada. Él también comprendió que no me iba a ir sin una explicación, por lo que con absoluta parsimonia desplegó sus petates y comenzó a contar la historia detrás de cada uno animadamente.
Tenía de todo: ushankas rusas, gorros con visera alemanes, monedas, billetes y sellos con símbolos y caras que marcaron el siglo XX. No le gustaban los estajanovistas, tomaba sus insignias con los dedos en pinza minimizando el contacto, tal era el rechazo que le generaban. No tardé en notar algo que ya sabía, pero nunca había asimilado del todo: los checos realmente la pasaron muy mal.
Checoslovaquia había nacido en 1918, consecuencia de la aplicación del principio de libre determinación de los pueblos de Woodrow Wilson que se consagró en el Tratado de Versalles. Era una república joven, vibrante, y con un patrimonio cultural destacado. Praga no tenía nada que envidiarles a las grandes ciudades de la Europa Central, dado su rol como eje y ecléctico punto de encuentro entre una Europa iluminada y otra cuasi feudal. Pero la república de Masaryk duró poco, pasando a manos del Tercer Reich en 1938 y quedando bajo el yugo soviético una vez concluida la guerra. Cincuenta años de opresión, con Reinhard Heydrich a cargo del ablande.
Finalmente le pregunté cómo sabía de Batlle, pero decidió aumentar mi curiosidad repitiendo de memoria los aranceles que recaían sobre ciertos productos en los ’60, las empresas de servicios controladas por el Estado, listando presidentes hasta el Gral. Gestido… “¿Cómo sabes todo esto?”, insistí. Resulta que en tiempos de Dubcek y su promesa de “socialismo con un rostro humano”, la National Geographic había publicado una edición especial sobre Uruguay. Los líderes del Comité Central del Partido Comunista checoslovaco entendían que en Uruguay su utopía había dejado de serlo y por lo tanto permitieron, por primera y única vez, el ingreso de la revista.
Tomás se la había devorado varias veces en los veinte años que debió esperar por la Revolución de Terciopelo. Hasta entonces -o al menos hasta la Carta 77 diez años después- sus únicas alternativas eran la propaganda soviética, o soñar con la república que algún día podrían llegar a ser. Le comenté que mientras las fuerzas del Pacto de Varsovia los pisoteaban en la primavera del ’68, en Uruguay se daba una escalada de violencia guerrillera. Estaba al tanto de que habían sido tiempos difíciles en todo el mundo por la puja entre las dos superpotencias de la Guerra Fría, pero no entendía cómo eso podría haber alcanzado a la tacita de plata. Ensayé algunas explicaciones: que la sociedad se aburguesó, empeoraron los términos de intercambio, el modelo no se adaptó, el contexto latinoamericano… Escuchaba con gran atención, pero se mantenía firme en que eran todas pésimas explicaciones. No entendía cómo alguien en su sano juicio podía ejercer su libertad de elegir, expresarse y manifestarse en pro de perder esa misma libertad, menos aún en Uruguay. Pasó a tomar la iniciativa, probablemente cuestionándose si no sería yo, aún adolescente, el que no entendía.
“Te voy a mostrar algo. ¿Conoces esa calle?”, me dijo sacando un mapa y apuntando a una gran avenida. Era la Wilsonova, que pasa junto al Museo Nacional y la estación central del tren. Deriva su nombre de Woodrow Wilson, pero en ese mapa tenía otro nombre de similar importancia, aunque ya dentro de un nomenclátor nazi: Richard Wagner. Siguió buscando y abrió otro, seguramente de los pocos meses de Alexander Dubcek al frente de la reforma, porque esa misma calle en este caso se llamaba Uruguayska.
“Es incomprensible”, me insistió. Aún asombrado, y riendo, le dije que lo incomprensible era que una coalición de izquierda que incluía a varios de aquellos guerrilleros no había ganado las últimas elecciones por poco y probablemente ganaría las siguientes. No sé ni para qué lo dije, hasta hoy puedo ver los ojos de Tomas cuando tres décadas de sueños e ilusiones se le despedazan en un instante. “¿Ustedes no vieron lo que pasó acá? Tuvieron que construir un muro y miles de kilómetros de alambrados de hasta seis metros, torres de vigilancia, soldados apostados con ametralladoras… todo para impedirnos de abandonar el paraíso. Ustedes están locos”.
No quedó mucho más que hablar, ni ganas de hacerlo. Me fui en silencio y pensativo en dirección a donde me había dicho que era ahora la calle Uruguay. La encontré después de mucho deambular y preguntar. Es un callejón que nace en una gran avenida y queda trunco dos o tres cuadras después.