El tan debatido caso Marset y su pasaporte uruguayo, ha puesto sobre la mesa en forma estridente, a uno de los mayores desafíos que tenemos que asumir en el futuro inmediato. No sólo como compromiso de las actuales autoridades sino como agenda prioritaria de los futuros gobiernos.
Esta situación que hoy impacta de manera estrepitosa, como agobiante materialidad, no es un fenómeno propio de nuestro país, ni lo podemos considerar un caso aislado que nos pueda tomar de sorpresa. Es la coronación de un largo proceso que se fue incubando desde hace muchos años, y que hoy nos identifica con la realidad de la región, inserta en un mundo enfermo. Nuestra trasparente tradición institucional, sumada a una realidad de país pequeño con baja densidad poblacional, si la Secretaría Nacional para la Lucha contra el Lavado de Activos y el Financiamiento del Terrorismo (Senaclaft) hoy a cargo del prestigioso abogado, expresidente de la Suprema Corte de Justicia. El ministerio del Interior cuenta con dos dependencias: la Dirección General de Lucha contra el Crimen Organizado e Interpol. Y la Dirección General de Represión del Tráfico Ilícito de Drogas, dependiente de la Dirección de Investigaciones de la policía.
El Nuevo Código del Proceso Penal permitió crear tres fiscalías especializadas en “Estupefacientes”. También hay tres fiscalías de Delitos Económicos y Complejos a cargo de tres prestigiosos fiscales. A su vez la LUC creó la Secretaría de Inteligencia Estratégica de Estado, que si bien no tiene como fin específico el crimen organizado, sí tiene como tarea coordinar las actividades de inteligencia de los organismos respectivos.
Todos estos organismos seguramente, no cumplieron con eficiencia sus cometidos a pesar del alto nivel de sus titulares porque les faltó un manejo diligente que les permitiera interactuar. “Señor, con las bayonetas se puede hacer cualquier cosa, menos sentarse sobre ellas” le dijo con sutil ironía Talleyrand a Napoleón, cuando se desempeñaba como ministro de relaciones exteriores del Emperador.
Hay que reconocer que es muy difícil tomar conciencia de una realidad que irrumpe subrepticiamente y viene creciendo a pasos agigantados en el mundo actual, sobre todo el que gira entorno a las economías centrales.
Según el Informe Mundial sobre Drogas 2022 de la ONU (UNODC) de hace dos meses se consigna que la producción alcanzó una máximo histórico en 2020 con un crecimiento del 11% respecto al 2019. También el informe detalla el aumento del consumo de la cocaína que supone un 26% de aumento con respecto a la década anterior y alrededor de 284 millones de personas de entre 15 y 64 años consumieron drogas en todo el mundo.
Vivimos bajo el influjo de premisas esteriotipadas que operan como operativos categóricos en la mente humana. Una de ellas es la famosa ley de la oferta y la demanda. ¿Acaso no se ha pensado en el caso de la droga que el consumo es el natural incentivo al tráfico de estos letales productos?
El intelectual brasileño Bruno Garschagen autor del libro Máximos Derechos, Mínimos Deberes, analiza cómo a través de ciertas publicaciones sofisticadas hoy en boga, se le ha abierto la puerta a un abanico de utopías que van permeando el pensamiento humano de los últimos años. Y es a partir de ahí que el animal hombre comienza la paulatina ruptura de amarras con su esencia biológica. En ese enfoque es donde debemos ubicar la creciente voracidad de recurrir al consumo de la vasta gama de alcaloides por la que hoy se precipitan sobre todo las nuevas generaciones
La retórica política de ese tipo de mentalidad establece una paradoja que está fundamentada en la transformación práctica y efectiva del mundo para maximizar y distribuir los beneficios y privilegios a cada uno de los individuos, “pero su realización, sin embargo, convertiría la utopía en cualquier otra cosa que no ella misma, lo que arruinaría los fundamentos estructurales intelectuales y expondría aquello que originariamente es un poderoso instrumento de ilusión, fraude y falsificación”.
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