Cuando usted lea esto ya se sabrá los resultados, estará pronta la integración de las cámaras y usted probablemente habrá sentido las diferentes emociones que se puede esperar de todo militante o ciudadano.
Ilusión, alegría, felicidad, rabia, incredulidad, desasosiego, bronca, indignación.
Habrá gente que dirá a quien quiera oír —yo te dije, la gente quería un cambio.
Otros dirán entre dientes —¡pero qué pueblo de alta cornamenta!
Me cuesta escribir “¡qué pueblo cornudo!”
—¿Cómo es posible que tengan ese porcentaje de votantes con el desastre que han hecho de la sociedad? —se preguntarán con incredulidad y recelo.
El período electoral da para toda opinión y acción… las encuestas que influyeron direccionando, los informativistas -flechados, oficialistas y serviles unos- desarrollarán sesudos análisis de los votantes de la otrora oposición transformada ahora en mayoría parlamentaria, de llegar a diferentes acuerdos, que implicarán entregar algunos ministerios y por qué no, en esa negociación, arriar banderas y dejar principios antes irrenunciables.
Pero esta columna es para hacerles un cuento de una realidad que se parece a otra.
En estas fechas, en las escuelas uruguayas, desde hace unos años, se preparan las “Elecciones de abanderados”.
Ya no es como antes, cuando portar las banderas era la consecuencia de una muy buena escolaridad y excelente conducta.
Los asiduos lectores saben de mi condición de tallerista o profesor de música de hace más de 30 años en escuelas y colegios, y debo de confesar que mucho de lo que padecemos en materia de campaña política tiene orígenes en las aulas escolares con fuerte apoyo de las familias de los educandos.
La situación que amerita este relato, se remonta a solo unos pocos años atrás.
El caso es que un grupo de quinto año tenía que elegir a los abanderados y la situación no era fácil.
No era un grupo numeroso y para mayor preocupación de la docente a cargo, era una clase que presentaba serios conflictos conductuales.
Pugnaban por las banderas niños que no superaban la calificación de “Bueno” en conducta y una escolaridad muy baja.
Para colmo de males, las realidades en sus respectivas familias eran de las peores.
Hasta hicieron campaña electoral.
El hijo de un padre narcotraficante competía contra el hijo del pesado de la cuadra, ladrón, reducidor y varias veces procesado, y para completar el panorama de familias disfuncionales, el hijo del jefe de la barra brava de un club de fútbol de alta popularidad estaba en la terna de elegibles.
Las madres de los párvulos elegibles eran dignas esposas de tales maridos.
Una madre organizó una “chocolatada” en la casa para juntar adeptos para el candidato.
La otra pegó en las cercanías de la escuela hojas con el nombre del niño y la foto con la leyenda “Él los representará a todos”.
La tercera en discordia se mandó flor de “hamburgueseada” con la madres de los otros candidatos, negoció y acordó quién llevaría las respectivas banderas.
Cuentan vecinos que los gritos y amenazas se escuchaban de lejos.
Para ser breve, la cuestión es que los tres niños llegaron a portar banderas tras un acuerdo entre familias y las presiones ejercidas en la dirección del colegio.
Y si bien los hijos no tienen por qué cargar con la culpa de los padres, el fruto no cae lejos del árbol.
Hoy dos de los tres abanderados están internados en centros juveniles y al tercero se lo vio vendiendo droga cerca del liceo.
La campaña electoral fue buena, pero perdimos todos.
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