Nuestra civilización occidental –otrora cristiana– está en crisis. Estamos inmersos en una batalla cultural en la que los “globalistas” –materialistas, relativistas, positivistas, cientificistas, etc.– promueven un “Gran Reinicio” y una “Agenda 2030” mediante los cuales buscan imponer un pensamiento único en torno a ideologías como la de “género” o la de “derechos”. Estas ideologías suelen estar al servicio de los poderosos del mundo que hoy controlan desde los grandes medios de comunicación hasta la política, desde la educación hasta la cultura.
Del otro lado están quienes quieren mantener la soberanía, la identidad de las naciones, las comunidades locales. Defienden la dignidad de la vida humana desde el nacimiento hasta la muerte natural, el matrimonio clásico y el derecho de los padres a educar a sus hijos y a preservar su inocencia de las perversiones que a menudo acompañan al globalismo. Saben que el fin de las sociedades humanas es procurar el bien común. E intentan difundir la verdad sobre el hombre, sobre su naturaleza, sobre lo que a ella conviene que el hombre pueda alcanzar su fin último: la felicidad.
Más de una vez nos hemos preguntado: ¿qué podemos hacer, ante los avances globalistas, los que no compartimos sus propósitos?
Lo primero es revisar nuestros hábitos. Quizá podamos destinar menos tiempo al celular y la televisión, y más tiempo a la lectura, a la formación personal, a compartir más tiempo con nuestros padres y/o con nuestros hijos. Quizá podamos dedicar más tiempo a organizar reuniones familiares o con amigos alrededor de un buen asado y un buen vino… Estirando las sobremesas tanto como sea posible, intercambiando ideas con los nuestros sobre las cosas buenas e importantes de la vida.
Necesitamos elevar el espíritu compartiendo buenos momentos con nuestros seres queridos. Y en lo posible, contemplar juntos la naturaleza.
¿Por qué la naturaleza? Porque a diferencia de la cultura “moderna”, es buena, bella y verdadera. Nunca miente. Y contemplarla lleva al asombro. Nos muestra lo pequeños que somos ante la inmensidad de la Creación. Esa constatación de nuestra pequeñez nos ayuda a ser más humildes. Y la humildad nos lleva a Dios. Así se forja la notable sabiduría de los sencillos, de la cual habla Cervantes en el Quijote: “los montes crían letrados y las cabañas de los pastores encierran filósofos”.
En efecto, la naturaleza nos puede regalar una sabiduría mucho más profunda que la pseudocultura o la pseudociencia de los ilustrados. Una sabiduría que nos ayuda a relacionar de forma intuitiva lo visible y lo invisible. Una sabiduría que solo es capaz de alcanzar quien se deje iluminar por el sentido común, por el realismo filosófico, superior a toda ideología.
En esta misma línea, dice el Padre Leonardo Castellani en el “Romance de la Pobre Patria”:
“Más si yo tuviera un hijo le daría un buen caballo,
para huir de las escuelas, los pedantes y los diarios.
no le enseñaría a leer, mucho menos a escribir.
Lo mandaría a las estancias a soñar el porvenir,
y a aprender la única forma, digna, nuestra, de morir”.
Por supuesto que Castellani, siendo el magnífico intelectual que era, no alentaba la incultura: solo señalaba el inmenso poder pedagógico de la naturaleza. Y es que la naturaleza no nos instruye: nos forma. No nos da explicaciones: nos interpela, nos invita a hacernos preguntas. No nos da conocimientos: nos obliga a descubrirlos para poder sobrevivir, para poder convivir con ella. De ahí que la sabiduría que nos regala la naturaleza puede llegar a ser mucho mayor y más profunda que la que nos dan ciertos libros modernos, no tan buenos como los clásicos.
Castellani nos pone en guardia, además, respecto de todo lo que se tiene por sabio, por culto, por informado en este mundo; pero que en el fondo es vano, porque le falta lo fundamental: el sentido trascendente de la vida. Esto es, la ordenación a Dios.
¿Y qué tiene que ver esto con la batalla cultural? Pues todo. Porque si la batalla es cultural, solo podrán ganarla quienes se esfuercen por buscar –y difundir– la auténtica sabiduría. Alcanzarla, es la única manera de discernir entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo falso que nos presenta el mundo. El sano realismo al que nos lleva la contemplación de la naturaleza nos ayuda a ser sabios, porque nos ayuda a contemplar a Dios: a un Dios infinitamente más grande y poderoso que los míseros magnates de la Tierra.
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