El pasado fin de semana se desarrolló en la Expo Prado 2022 un encuentro de tejedoras artesanales, organizado por el comunicador Juan Carlos López y la Asociación Rural del Uruguay. Durante el encuentro, La Mañana se acercó para conocer la historia de Amanda Dour, una tejedora ciega de 85 años oriunda de Paysandú que contagia alegría y entusiasmo por la vida en cada hilado.
Sus pies impulsan firmemente el pedal de una vieja Singer al tiempo en el que sus manos van pasando la lana en esa especie de rueca adaptada. Es la mañana del sábado en el Prado y el Galpón de Ventas recibe a más de 70 tejedoras que han partido desde muy temprano desde diversos puntos del Interior. Una de ellas, Amanda Josefina Dour Negro, salió a las cinco de la mañana desde Paysandú y a las diez ya se encuentra hilando en Montevideo. Porque tiempo, claro, ¿para qué perderlo? Y menos cuando se tienen 85 años.
Viste pollera de tela y un coqueto chaleco azul a cuadrille, elaborado por ella misma con la tela que le sobró una vez cuando trabajó para la guardería Villa Sara de Treinta y Tres. Con el mismo ímpetu que da pedal es que también habla. La voz clara, directa, enérgica enmarca el tono de lo que será la charla. Esta tejedora, nacida en el paraje sanducero de Colonia 19 de abril, lleva lentes negros y cuando se los levanta uno recién lo nota: “yo soy ciega desde los 15 años, m’hija”, indica.
Por entonces aún no hilaba pero sí tejía y escardaba lana con sus manos para hacer acolchados a sus vecinos de Paysandú. Criada en campaña, se ocupaba de las tareas propias del campo hasta que una espina de espiga de trigo cayó en su ojo izquierdo. “El doctor me colocó un colirio porque dijo que así el ojo iba a producir una telita blanca que, al sacarla al otro día, sacaría la espina. Pero al otro día no veía nada con ese ojo y mi padre me llevó nuevamente. Empezaron a discutir ambos y el doctor, nervioso, le dijo a mi padre que no era el colirio lo que no me dejaba ver, sino la infección. Entonces dijo ‘usted va a ver cómo le voy a echar este colirio en el otro ojo y no le va a pasar nada’. Así fue como me quemó ambas vistas”, contó.
Amanda fue operada 14 veces en cada uno de sus ojos pero ninguna de las operaciones tuvo éxito. “En el año 1999 fui a una clínica donde me dijeron que si hubiese venido nueve años antes podía haber vuelto a ver mínimamente, pero que a esa altura ya no había nada que hacer porque el ojo se había achicado”, relata
Pero su ceguera no fue una excusa para abandonar el amor por la vida. En su camino, además, conoció a personas que la impulsaron. A sus 25 años sus vecinos realizaron una colecta para que Amanda llegara a estudiar en el Instituto de Ciegos General Artigas en Montevideo. Allí aprendió todo de nuevo. Realizó el liceo en braille, aprendió a tejer a máquina, estudió música e idiomas. Y fue allí también que conoció al hombre que se convirtió en su marido (hoy fallecido). Profesor del instituto, él también había quedado ciego por un accidente del campo. “Trabajaba en un monte y un pique le saltó en el ojo y el otro tomó infección”, señala.
Juntos tuvieron un hijo al cual Amanda crió por sí misma. “Nunca nadie bañó a mi hijo, solo yo, porque antes de casarme yo era más mamá que las propias mamás”, explica señalando que desde pequeña cuidaba a los niños de su familia.
Debido al rol que desempeñaba en su hogar, su hijo fue elegido como el niño Plus Ultra (premio que reconocía la actuación de los niños dentro de la dinámica social y familiar) por el Gobierno de España en el año 1980, quien le financió los estudios y le dio la oportunidad de dar el punta pie inicial en el mundialito.
De este premio, Amanda dice sentirse “contenta, no orgullosa”. Y explica: “el orgullo me suena raro. Yo soy agradecida a Dios y a la gente que siempre me ayudó”.
Y fue justamente gracias a su hijo que aprendió a hacer hilados. “Cuando vivimos en Treinta y Tres tenía una vecina que hilaba. Mi hijo, mirando cómo lo hacía ella me enseñó a mi. Más tarde, en Paysandú, conocí a un señor que era carpintero y que me hizo un telar y una máquina para hilar en base a una máquina de coser”.
Y cómo supo de solidaridad, solidaridad contagió. Amanda cuenta que dio diez años clase de tejido y costura donde el requisito a sus alumnas era la donación de lo producido a hogares de niños o ancianos. “Yo iba con ellos y cada uno entregaba su paquetito”, señala.
Hoy elabora ruanas, ponchos, frazadas, mantas, jergones, fajas, camperas y chalecos, entre otros. “Todo el trabajo lo hago yo sola, gracias a Dios. Cuando lo necesito, viene alguien a mirarme los colores de la lana. Yo les pongo una etiqueta para identificarlo pero el resto lo hago yo”, menciona.
Con su labor financia los arreglos de su hogar. “Voy trabajando en el día a día porque empecé a comprarme un terrenito y a hacer la casa. Ahora con lo que recaudo la voy arreglando”, comenta
Y con esa fuerza de vida que transmite al hablar, enumera: “Yo se esquilar, corté maíz y girasol, se picar leña, te corto los tallarines más chiquitos que quieras, me corto la tela y me hago la ropa, lavo los pisos, planto la quinta y me hago los muebles. En mi casa no hay tristeza nunca, la radio está prendida siempre”, y tras la pregunta sobre cuál es la clave de su entusiasmo, responde: “siempre estoy contenta y cantando, nunca pensando que no veo, m’hija”.
Una idea de un ‘gurí de cocina’
El encuentro de las tejedoras artesanales fue co-organizado por Juan Carlos López, en un homenaje a las mujeres de campaña. En diálogo con La Mañana, el comunicador recordó que forma parte de la generación de los “gurises de cocina”. “A nosotros nos criaron en la cocina, porque nuestra madre, mientras hacía la comida, nos criaba, nos ayudaba con los deberes y tejía”, recordó sobre su infancia.
El tejido, dijo entonces, era parte de la fotografía de la casa. “Al cabo de todos estos años lo vi muchas veces esta escena en la campaña”, subrayó. Pero también notó el surgimiento de pequeñas empresas que venden a través de Internet estas prendas de lana. “Vos conoces la prenda pero no conoces a la tejedora. Sin embargo, el valor agregado que puede tener una de estas prendas es que está elaborada por tal persona en el Lunarejo de Rivera o en Tres Bocas de Río Negro, es decir, hay una certificación de origen”, sostuvo.
De igual forma, defendió el producto artesanal: “no va a valer lo mismo el producto elaborado con un vellón que cualquier otro elaborado en acrílico. Cuando te informas que hacer un poncho puede llevarte seis días luego de la preparación de la lana y todo el trabajo que lleva te preguntas, ¿cómo que es caro? ¿Quién es uno para ponerle precio a determinada cantidad de esfuerzo?”.
Una vida produciendo con lanas
En sus manos lleva una rueca manual. A medida que recorre el galpón va hilando y conversando. Yanis Piris llegó desde Treinta y Tres al Prado luego de varias horas
de viaje para exponer lo que denomina como “su gran pasión”, un oficio que conoció gracias a una vecina de campaña.
Nacida en Melo, Yanis pasó su infancia entre Guazunambí y Puntas del Parado “plantando chacra, ordeñando todos los días, deschalando y haciendo parvas”. Su padre, al ver que desde pequeña tenía afición por la lana, le hizo un telar. Así comenzó a hacer jergones, ponchos y tejidos, que continúa elaborando hasta la actualidad. Hoy vende sus productos por el “boca a boca” y las redes sociales. El Prado, dice, es una “muy buena oportunidad”. “Se mueve bastante porque vienen personas a las que les interesa esto que hacemos”, subraya.
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