La Iglesia está viviendo uno de sus momentos más tumultuosos de las últimas décadas, una virulenta crisis de credibilidad ha afectado a gran parte del llamado Occidente cristiano. El papa Francisco ha sido muy claro: la Iglesia debe remover sus estructuras arcaicas y modelos evangelizadores y adecuarse -sin perder su identidad y su misión- a los grandes desafíos de los tiempos contemporáneos, algunos de ellos inéditos.
El mundo actual es confuso, laxo, permisivo, insolvente en valores. Todos nos movemos en un mundo sin certezas, técnicamente impecable, pero vacío de sentido. No hay búsqueda del valor último de la historia.
La intolerancia de ideas, la discriminación de lo distinto, el drama del hambre y las migraciones pauperizadas, han corrompido a muchos hombres en su sensibilidad y los han hecho inmunes al dolor ajeno.
Dios no es llamado a sentarse en la mesa de los poderosos. Está ausente en la mesa de los que deciden el destino de las personas y de los pueblos. Como dice Eladia Blázquez, la cantautora argentina en su tango “A un semejante”: “a Dios lo secuestraron y nadie pide su rescate”.
Dios es el gran ausente en los debates de conciencia. Hay mucho “catolicismo cultural”, una especie de código moral, un gnosticismo ético, basado en principios cristianos abstractos, pero vacío del estupor y la gracia que genera el encuentro radical con el Dios encarnado de Belén, que transforma sustancialmente la vida y genera la cultura del encuentro con el otro y con los otros.
En el Occidente, Jesucristo es un valor de virtudes sociales pero no alguien a quién seguir, a quién adherirse con todos los sentidos y que genere criterios de vida. Es un moralismo más.
Este es un mundo famélico de pan y famélico de santidad. En la agitación y en la vorágine de los hechos, el hombre contemporáneo esconde su hambre de sentido pleno de vivir.
La búsqueda del nuevo rostro de la Iglesia ocurre en un oleaje agitado. La barca de Pedro navega en mares tempestuosos. La crisis de Occidente ha penetrado la interna de la Iglesia católica. También en ella se han producido muchos desvíos, algunos de ellos incalificables por parte de algunos miembros.
En medio de la indiferencia cultural en todo lo relativo a la proclama eclesial, salta el escándalo de los abusos sexuales de los religiosos en un impacto anímico social de grandes proporciones.
“La Biblia y la historia de la Iglesia nos enseñan que muchas veces, incluso los elegidos, andando en el camino, empiezan a pensar, a creerse y a comportarse como dueños de la salvación y no como beneficiarios, como controladores de los misterios de Dios y no como humildes distribuidores, como aduaneros de Dios y no como servidores del rebaño que se les ha confiado.” Papa Francisco, 21/12/2018
La pandemia de los abusos sexuales a inocentes, en los últimos tiempos, es uno de los grandes crímenes de la historia contemporánea.
Todo abuso sexual es ignominia. Pero estos abusos en la Iglesia tocan a lo más débil, lo más indefenso: los niños. Y este pecado radical pone en cuestión un elemento sustantivo de la comunidad cristiana: el ministerio sacerdotal.
En muchos cristianos se produjo una parálisis existencial, era como una cachetada al mismo rostro de Dios. El dolor congeló a muchas comunidades cristianas. Algunos miembros de la Iglesia, amparados en su ministerio sagrado, producían, como dice el papa Francisco, un triple pecado: abuso sexual, de conciencia y de poder.
Al respecto, queremos reproducir parte del discurso pronunciado por el papa Francisco, este pastor valiente y profético, ante la Curia romana en la audiencia del 21 de diciembre de 2018:
“La Biblia y la historia de la Iglesia nos enseñan que muchas veces, incluso los elegidos, andando en el camino, empiezan a pensar, a creerse y a comportarse como dueños de la salvación y no como beneficiarios, como controladores de los misterios de Dios y no como humildes distribuidores, como aduaneros de Dios y no como servidores del rebaño que se les ha confiado.
(…) Me limito aquí solo a las dos heridas, la de los abusos y de la infidelidad.
También hoy, hay muchos “ungidos del Señor”, hombres consagrados, que abusan de los débiles, valiéndose de su poder moral y de la persuasión. Cometen abominaciones y siguen ejerciendo su ministerio como si nada hubiera sucedido; no temen a Dios ni a su juicio, solo temen ser descubiertos y desenmascarados. Ministros que desgarran el cuerpo de la Iglesia, causando escándalo y desacreditando la misión salvífica de la Iglesia y los sacrificios de muchos de sus hermanos.
A menudo, detrás de su gran amabilidad, su labor impecable y su rostro angelical, ocultan descaradamente a un lobo atroz, listo para devorar a las almas inocentes.
Los pecados y crímenes de las personas consagradas adquieren un tinte todavía más oscuro de infidelidad, de vergüenza, y deforman el rostro de la Iglesia socavando su credibilidad. En efecto, también la Iglesia, junto con sus hijos fieles, es víctima de estas infidelidades y de estos verdaderos y propios ‘delitos de malversación’”.
Impresionan las palabras del papa Francisco. Muestran la verdad sin tapujos, no ocultando nada, ni siquiera su vergüenza. Este es el Papa de la parresia. Sale a pedir perdón a quién corresponda. Su condición de hombre de Dios hace que su corazón se abra con inclinación ante los más desposeídos y los más vulnerados. La Iglesia está herida. Desde lo más hondo de un ministerio sagrado se produce la abominación de victimar niños inocentes.
Es cierto también que cierta prensa internacional con intenciones no muy claras, informaron y desmenuzaron cada situación en forma morbosa. Estos medios informativos no se mostraron tan preocupados por la salud de las víctimas como por crear una propaganda de escarnios contra la Iglesia y sus instituciones en beneficio de intereses ocultos.
La verdad hay que decirla clara, sin fisuras, pero no al precio de la impudicia informativa.
Frente a todo esto, muchos católicos se preguntaban, pero ¿esto es la Iglesia? ¿Qué es la Iglesia entonces?
La Iglesia es un misterio de salvación. Es un don de Dios, un regalo a los hombres. Un Pueblo peregrino en la historia, que es la propia encarnación de Dios difundida y comunicada a los hombres. Ella (la Iglesia) es depositaria de la Palabra de Dios.
Ni la miseria acumulada de muchos de sus miembros la vulnera para siempre, pues “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. (Mateo 16,18). El resplandor de Dios en la interna de la Iglesia está en la santidad dispersa en el mundo, en tantos servicios callados, silenciosos de muchos sacerdotes, religiosos, laicos que día a día dan pedazos de sus vidas a tanta orfandad humana. En esas actitudes está Dios presente.
“Quizás nos cueste creerlo, pero hoy hay más mártires que en los primeros siglos. Son perseguidos, porque a esta sociedad le dicen la verdad y anuncian a Jesucristo. Esto sucede especialmente allí donde la libertad religiosa todavía no está garantizada… Recemos para que las comunidades cristianas, en especial aquellas que son perseguidas, sientan la cercanía de Cristo y tengan sus derechos reconocidos.” Papa Francisco, 5/3/2019
Este es el otro rostro de la Iglesia; el amor diario que muchas veces sufre el martirio de la incomprensión y la calumnia.
Plantea el Papa la purificación de la Iglesia, encontrar a Cristo más profundamente en su seno y desde nuestra pobreza humana ser redimidos por la Misericordia de Dios y salir a la historia con humildad creando una nueva cultura del encuentro.
Por eso en ese mismo discurso el Papa dice: “la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa e inmaculada y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación.”
El papa Francisco ha insistido que la Iglesia deje de ser autorreferencial, que salga de sí misma hacia las periferias, a lugares de necesidad y sufrimiento. Que comprenda que hay una cultura popular al margen del cuerpo eclesial, con sus símbolos, sus músicas, sus formas lúdicas de vivir, sus sufrimientos y sus esperanzas. Allí está el espacio de la inculturación de la que habla ese documento profético que fue la Evangelii Nuntiandi.
Por último está el otro rostro de la Iglesia: el Oriente cristiano y la África negra cristiana; la Iglesia del martirio, de la persecución, de la desolación sin pausas.
Todas las semanas hay noticias de masacres de cristianos en esas tierras lejanas. El islamismo extremista, el nacionalismo exacerbado y las ideologías autoritarias siguen siendo las principales fuerzas motrices de la persecución contra los cristianos y otras minorías religiosas.
Todos recordamos el asesinato cruel por radicalistas islámicos en 1996 de una comunidad de monjes trapenses en Argelia. Los brutales atentados perpetrados contra iglesias de Sri Lanka el pasado domingo de Pascua, que dejaron a casi 300 muertos.
El horror se repite en la República Centroafricana, Siria, Filipinas, Egisto, Nigeria, Sudán, entre tantos países, con miles de cristianos sacrificados al delirio y la locura de los fundamentalismos, del tipo que sea.
En marzo de este año, el Papa dijo: “Quizás nos cueste creerlo, pero hoy hay más mártires que en los primeros siglos. Son perseguidos, porque a esta sociedad le dicen la verdad y anuncian a Jesucristo. Esto sucede especialmente allí donde la libertad religiosa todavía no está garantizada… Recemos para que las comunidades cristianas, en especial aquellas que son perseguidas, sientan la cercanía de Cristo y tengan sus derechos reconocidos.”
También nosotros tenemos nuestros mártires latinoamericanos. Para mencionar solo dos ejemplos: los Palotinos de la parroquia San Patricio en 1976 en Buenos Aires y la comunidad de los Padres Jesuitas en El Salvador en 1989. Sin olvidar a dos obispos emblemáticos: Monseñor Angelelli y Monseñor Romero.
Así quisimos ver dos rostros de la Iglesia. Ella solo se sostiene por el amor de Dios, encarnado en vidas sublimes, más allá de miserias incomprensibles.
Methol Ferré decía que la historia es una dialéctica entre el amor y la muerte, entre el milagro y el absurdo; allí se juega el destino del hombre. Frente a la ilógica del absurdo, opongamos la vitalidad del milagro y que el signo del amor abrace con su consuelo a tantas víctimas del desconsuelo.
(*) Profesor de historia