En un mundo golpeado por la pandemia y luego afectado por una guerra que, si bien localizada y parcial, hace sentir sus efectos negativos sobre la economía universal, es significativa la adopción de las diferentes ideologías asumidas por los países de Europa y América Latina.
Sobre esas diferencias que los analistas y politólogos se empeñan en explicar, pues mientras en la Europa continental las fuerzas de la centroderecha imponen sus mayorías, en América Latina son las muy bien promocionadas izquierdas las preferencias que se tratan de imponer a sus pueblos.
En Europa, dejando aparte la inconmovible Gran Bretaña, los países en general se han volcado o mantenido en una centroderecha que hoy es gobierno en la mayoría. Francia, afirmado definitivamente su republicanismo presidencialista a partir de De Gaulle, hoy muestra la derecha moderada de Macron. Pero también de Suecia, Suiza y Finlandia se puede decir lo mismo. Hungría y Polonia, sin embargo, marcan una real profundización de los principios nacionales y conservadores, y en la reciente elección de Italia el holgado triunfo de Giorgia Meloni ha merecido el exagerado calificativo de un ultraderechismo, que para algunos exacerbados dolientes se trataría del “triunfo del fascismo mussoliniano”.
Las razones que pudieren haber volcado los electorados en favor de los partidos conservadores tienen que ser naturalmente multicausales. Así se habla del descreimiento en la clase política y en la evidencia indudable del fracaso del colectivismo de la URSS, ejemplificada en la caída del muro de Berlín, como expresión simbólica de su descomunal derrumbe.
Pero también se habla de la desconfianza de las masas en aventuras que llevan a rupturismos y a cambios de impredecibles consecuencias sobre los complicados mecanismos de las economías modernas.
También de la tecnología que, en su avance imparable, desdibuja las fronteras y los grandes consorcios internacionales –que resuelven en forma independiente de los gobiernos– debilitan las ideologías y dan impulso a las fuerzas del mercado, pues la mayor y más variada oferta y el auge de la demanda son las características que imperan en todo el primer mundo.
Por su parte, en América Latina, sus países más grandes –Méjico, Colombia, Argentina, Chile y Perú– están gobernados por fuerzas más o menos de izquierda.
No obstante, esas izquierdas no son suficientemente fuertes, en gran parte carecen de mayorías parlamentarias, sufren fuertes oposiciones y sus economías transitan períodos de debilidad, con una inevitable dependencia de los mercados extranjeros.
Tampoco tienen a su alcance la ayuda de la otrora poderosa URSS; y China, como nueva potencia emergente, no parece estar dispuesta a ir mucho más allá que ser un valioso mercado.
En tales circunstancias les sería difícil poner en marcha un irrazonable totalitarismo, que a pesar de las demandas de mejores condiciones de vida, anteponga el gasto a la contención, la distribución a la inversión y el consumo a la producción.
Si bien el Méjico de Manuel López Obrador mantiene un alto grado de popularidad, Gabriel Boric ha perdido gran parte de su apoyo y lo mismo ocurre con Pedro Castillo en Perú, que sufre una gran baja debido a las investigaciones por actos de corrupción. La Colombia de Petro se reconcilia con una Venezuela que ha dejado de ser uno de los países más ricos de América Latina, pero no está en condiciones de ningunear a la oposición, de alejar sus controles o decidirse por un descaecimiento de la institucionalidad democrática.
En la Argentina parece muy difícil que el kirchnerismo se mantenga en el poder.
Y aunque –-a la luz de los resultados electorales del pasado domingo, donde la realidad contradijo a la manipulación que se venía realizando a través de encuestas tendenciosamente arbitrarias– Lula llegaría a imponerse ahora sí en un final de bandera verde. Coincidimos con Oppenheimer que si bien es de esperar que la región se desplace hacia posturas más o menos de izquierda, probablemente estaríamos lejos de asistir a la presencia de un bloque fuerte, unido y poderoso.
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