La máscara del mando. Un estudio sobre el liderazgo. John Keegan. TURNER NOEMA.
John Keegan (1934-2012) es uno de los historiadores militares británicos emblemáticos. Autor de más de una veintena de títulos, dentro los que se destacan Inteligencia Militar, El Rostro de la Batalla, Historia de la Guerra y Secesión, aborda aquí un tema nunca laudado: ¿cuál es el papel y el lugar del líder? De algún modo la pregunta obsesiva del mando militar sigue siendo, más allá de los siglos, ¿dónde debe estar en la batalla? ¿En primera línea? ¿Un poco hacia la retaguardia, para dirigir mejor a las tropas? ¿O directamente no pisar el campo de batalla y coordinar sobre el plano desde el cuartel de campaña?
El ensayo está estructurado en torno a cuatro liderazgos históricos, disímiles por demás y en función de lo previo, ilustrativos. Y uno esbozado como modelo teórico.
Un general –palabra ya de por sí ambigua– puede ser varias cosas además de comandante de un ejército, aunque esta sea ciertamente la fundamental. Puede ser rey o sacerdote: Alejandro Magno fue ambas cosas. Puede ser diplomático: Marlborough y Eisenhower, cada uno en su estilo, destacaron por su capacidad de conciliación, además como estrategas. Puede ser un hombre de pensamiento más que de acción: Moltke el Viejo poseía cualidades de carácter intelectual más que ejecutivo. Puede ejercer el mando en nombre de la autoridad de un monarca, como es el caso de Wellington; o con la aprobación de un parlamento democrático, como Grant. Puede ser obedecido solo en tanto que sus decisiones conduzcan a la victoria, como ocurría con los generales en los estados independientes de los Bóers. Puede ser un demagogo que se haya convertido en tirano y que, por lo tanto, detente la autoridad militar, como hizo Hitler hasta casi cinco minutos después de la medianoche.
Es desde esa perspectiva que Keegan trata de abordar diversos modelos de liderazgo, asumiendo las especificidades y la impronta histórica. No vacila en presentar a Alejandro Magno como el arquetipo del liderazgo heroico. Con sus luces y sombras, el discípulo de Aristóteles logró conciliar dosis de salvajismo inaudito con un discernimiento fascinante sobre qué implicaba la civilización helenística en su proceso de simbiosis con los otros mundos.
Wellington aporta un modelo radicalmente diferente. Es el metódico antihéroe que asume el horror de la guerra. “Confío en que haya sido mi última batalla. No es bueno estar luchando siempre. Cuando me encuentro en el fragor del combate, estoy demasiado ocupado para sentir nada, lo malo viene después”, dice. Pero es el Gral. Ulysses Grant el que encarna un modelo distinto. Un austero líder que asume como pocos el cambio del paradigma militar luego de la imposición de la Revolución Industrial, un mando no heroico pero que tendrá en cuenta aspectos logísticos impensados pocos años antes.
Luego analiza a Hitler en su rol de jefe supremo y como ejemplo atroz del falso heroísmo. Vociferaba que si se perdía la guerra era porque el pueblo alemán no le había sido fiel. Los héroes, en última instancia, mueren al frente de sus soldados y tienen una sepultura honorable. Nada de eso ameritó la pesadilla nazi.
Keegan cierra el libro con un ensayo sobre el liderazgo militar en épocas nucleares. Plantea, entonces, un liderazgo “posheroico” pues todo ha cambiado: “En otra época puede que pasara por valiente el que cabalgara en triunfo por Persépolis. Hoy el mejor debe tener la convicción suficiente como para no ejercer de héroe nunca más”
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