La Malva fue una de las tantas publicaciones satírico literarias que en el mundo han sido. Subtitulado como periódico “suave, pero impolítico”, tuvo una breve vida. Alcanzó a editar diecisiete números entre el 05/11/1859 y el 25/01/1860. Sus artículos, firmados con los seudónimos de «Fulano» y «Zutano», ocultan nombres como el de Juan Valera (1824-1905), que fue uno de los fundadores de la publicación. El No.3, bajo la firma de «Mengano», esconde bajo un ligero barniz el nombre del gran escritor, diplomático y político. Un artículo titulado “Adadus Calpe” ironiza sobre este peculiar personaje a quien había conocido con ocasión de sus servicios como diplomático ante la corte de Dom Pedro II.
Adadus Calpe era el disfraz anagramático de Antonio Deodoro de Pascual. Había nacido en España en 1824. A sus 20 años estaba en Cuba, de ahí pasó a EE.UU. donde dio clases de Filosofía en diversos colegios. De Nueva York pasó a Jamaica, Venezuela y Colombia. En 1852 se radicó en Brasil y luego pasó al Uruguay en los primeros días de setiembre de 1854. Fue llegar y vincularse con medios de prensa locales como El Comercio del Plata, El Nacional y El Eco de la Juventud. Sus temas eran variados: escribía sobre historia o sobre literatura como sobre espiritismo, corriente que se había puesto de moda en Europa por esa época y que él propició ante la corte de Dom Pedro.
De la relación mantenida con Adadus Calpe, Juan Valera obtuvo, por tanto, una impresión contradictoria: un mago o un sabio. Desde Río de Janeiro, Valera escribía a sus amistades y solía incluir anécdotas relacionadas con su compatriota. La figura de Adadus Calpe está, de algún modo creada por Valera. En la nota de La Malva dice en su irónico estilo: «cuando miraba a alguien magnéticamente, al punto le hacía sentarse, si estaba en pie, y dormirse, si estaba sentado. Si en la oscuridad sacudía los cabellos, se llenaba el aire de chispas, y eso que los cabellos eran postizos, porque gastaba peluca».
Y en la Revista de España en 1886: «Tenía […] un botiquín de varios elixires. Los principales eran: elixir seráfico o de los deleites místicos, con el cual se gozaba —decía él— del cielo cristiano; elixir heroico-afrodisíaco, con el cual se gozaba del cielo muslímico: y elixir luciferino, con el cual, el que tenía valor para tanto, se hundía en los infiernos por un rato. […] después de haber bebido, era menester ahorcarse en una horca ingeniosísima que sobreexcitaba la médula espinal, sin acabar de matar nunca y dejando bueno y sano en seguida al ahorcado. (¿Hipoxifilia?). Esta horca se llamaba la “funi-fantasmagórica”».
Vuelve a la carga Valera en El Liberal de Madrid del 08/09/1896. Comentando una obra de teatro, que juzga disparatada, recuerda a un personaje que conociera en Brasil: «Era un mago o sabio ambulante. Peregrinaba con una hermosa profetisa de Nueva York, que era su mujer o cosa parecida, y que, magnetizada por el mago, decía mil cosas estupendas que él le sugería». Además de agregar a la dama, Valera detalla un poco más la base de la filosofía «funi-fantasmagórica» de Adadus. El verdadero microcosmo es el hombre, decía, y en su masa encefálica radica una mónada que encierra toda la Naturaleza. La ingesta de esas pociones eran el medio para excitar la mónada y extraer de ella una cosa u otra según fuera el efecto buscado.
¿Una vindicación?
No es raro que con la propaganda que le hizo Valera haya pasado De Pascual a la posteridad como un embaucador. Pero no fue solo eso lo que lo terminó de enterrar por estos lares, sino su trabajo Apuntes para la Historia de la República Oriental del Uruguay, que abarca el período 1810-1839. En esa obra afirma, como recoge Eduardo Acevedo, que Artigas se caracterizó «por su crueldad contra los españoles». Y que bajo su amparo «hallaron guarida y protección las heces de la especie humana; cuanto asesino, pirata, salteador, desertor y vago se le presentaba […] dejaban sus tropas las huellas más profundas de desolación, exterminio y ferocidad». Muy lejos de la clemencia para los vencidos ni de la curación de los heridos. Por supuesto, Acevedo lo acusa de copiar el libelo de Cavia.
No obstante, en 1926 le surgirá al denostado Adadus un revisionista. Alguien que no dando por palabra santa todos los dichos de Valera, se propuso investigar en profundidad. ¿Quién mejor que el historiador José María Fernández Saldaña (1879-1961), que ocupaba un cargo diplomático ante el gobierno brasileño? En 1926 leyó el fruto de su trabajo ante el plenario del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay.
Fernández Saldaña entra sin preconceptos a analizar la figura de Adadus. Por desgracia, cuando se disponía a investigar a fondo los archivos brasileños, terminó el plazo de su misión diplomática y fue asignado a otro destino. Encargó entonces el trabajo al historiador brasileño Dr. Alfredo Varela de Vilares, abogado político y diplomático que, al mismo tiempo, fue enviado como cónsul a Trieste.
Por tanto, Saldaña construyó el personaje de Antonio Deodoro de Pascual sobre lo que él había logrado investigar e informaciones posteriores que le llegaron desde el Instituto Histórico y Geográfico Brasileño.
Desde el comienzo aclara que no se trata de una rehabilitación, sino de un nuevo caso de «esos hombres que, juzgados sin proceso, quedan anonadados para siempre por un epíteto, o calificados por la eternidad». Y aprovecha para poner el ejemplo del general Anacleto Medina.
Un proyecto educativo
Tal vez de lo más interesante del pasaje de De Pascual por Uruguay sea un proyecto educativo presentado ante el Consejo Universitario en 1856.
Se trataba de la fundación de la Academia «Cristóbal Colón» de Bellas Letras y Filosofía que pretendía incorporar a la Universidad.
Empieza el autor declarando su amor a la juventud «por amor a las letras y por instinto de inmortalidad». Luego propone su plan: la proyectada academia tendría una sección literaria y otra filosófica. A Saldaña le resultó interesante el método de enseñanza de las lenguas griega y latina. Sobre todo, cuando De Pascual declaraba que la escasez de helenistas y latinistas se debía al erróneo procedimiento de enseñanza. Recuerda el historiador uruguayo los «métodos atroces» que cuarenta años después del proyecto de De Pascual, vivió en el Politécnico de Salto. Métodos, dice, que hicieron que le tomara odio al latín. «¡Y tan abominables sistemas estuvieron en vigencia en nuestra Universidad hasta el último día en que las lenguas clásicas se enseñaron!».
Descarta, De Pascual, «todo castigo corporal o cualquiera que pueda humillar a los alumnos». (Téngase presente que en ese momento Latorre y Varela no pasaban de los once años de edad).
Los incorregibles serían expulsados, pero solo después de «haber agotado las medidas más suaves y fraternales». Además, incluía becas para «muchachos pobres y desvalidos de campaña» a razón de uno cada diez alumnos pagos. El proyecto fue aprobado y cuando todo estaba en vías de concretarse, De Pascual se fue del país. Saldaña lo vuelve a encontrar en 1861 como empleado del Ministerio de RR.EE. de Brasil, país del que se había hecho ciudadano.
De Pascual juzga según sus criterios de «español, de ciudadano brasilero y de monarquista», anota Saldaña. Y cree evidente que usó documentos extraídos de los archivos de Itamaraty.
Es que hay varias maneras de contar. No en vano sostiene Pío Baroja que la Historia es una rama de la Literatura. Como fuere, nunca quedó claro qué contenían los frasquitos de Adadus.
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