El economista Dani Rodrik viene estudiando desde hace tiempo los efectos de la globalización y el cambio tecnológico en el mercado de trabajo. En una columna reciente publicada por Project Syndicate, el autor de “La paradoja de la globalización” explica que crear buenos empleos implica bastante más que definir políticas de salarios mínimos, articular mecanismos de negociación colectiva o invertir en el desarrollo de competencias laborales.
La clave de una saludable política de empleo pasa por asegurar que los trabajos que se creen en la parte media y baja de la escala laboral sean más productivos que los existentes, lo que permite justificar una mayor remuneración y al mismo tiempo ampliar las perspectivas de desarrollo personal de los trabajadores en sus respectivas comunidades. Sin embargo, la atracción que el discurso del cambio tecnológico genera entre los gobernantes a menudo los lleva a acelerar un proceso que conduce inexorablemente al despido de trabajadores con habilidades y formación medias. A veces hasta se cae en el extremo de subsidiar con incentivos fiscales la sustitución de empleos por tecnología, dejando al Estado rezagado en su intento de crear una red de contención que permita encontrar fuentes de trabajo alternativas para los perjudicados.
El discurso del cambio tecnológico produce también efectos que trascienden lo puramente económico. A nadie le gusta sentirse que trabaja en un sector o una actividad considerada poco productiva y que está destinada a desaparecer. No alcanza con declaraciones vagas de que vamos a mejorar la educación, “retransformar” a los trabajadores o prepararlos para “la nueva economía”. No se forman trabajadores en un sector nuevo de un día para el otro y mucho menos repitiendo términos de moda. Desestimular a los trabajadores actuales no contribuye en nada al ambiente de unidad y esperanza en el futuro que requiere cualquier sociedad sana. Basta recordar la importancia que Keynes asignaba a lo que llamaba “espíritu animal”.
En efecto, Rodrik hace también hincapié en ese discurso tecnocrático con el que a menudo se enredan los gobiernos y que pasa por asumir que el cambio tecnológico es un factor exógeno fuera de su control; una realidad inexorable que fuerza a la sociedad a adaptarse, cuando en realidad debería ser al revés. En efecto, los Estados tienen un rol importantísimo en la definición de la dirección y el ritmo de los cambios tecnológicos.
No nos podemos dejar engañar por los espejismos que por enésima vez nos ponen en frente los países europeos. Desde la óptica de su propio interés, es válido que Europa haya decidido impulsar la transformación de su matriz energética y el transporte hacia el auto eléctrico, ya que dominan las tecnologías y las industrias que hacen ese futuro posible, y por encima de todo, generan bienes y servicios exportables a países subdesarrollados que se dejan impresionar por el PowerPoint y los foros internacionales. En el proceso generan empleos de mayor productividad que los actuales, lo que les permite aspirar a una mejora futura de salarios en sus economías; y, por supuesto, seguir empleando torneros, soldadores, y todos esos empleos medios vedados a países como Uruguay en esa distribución internacional del trabajo que ni siquiera nos permite colocar un tornillo a los molinos de viento. ¿Alguien estimó las ventajas o los costos en términos de empleo de implantar la movilidad eléctrica en lugar de convertir los motores existentes a gas natural?
Esta pregunta es muy relevante, ya que Argentina dispone de una de las reservas de gas natural más importantes del planeta, justo en un momento en que Europa se quedó sin el gas ruso, y que no aparecen sustitutos a la vista a precios competitivos. En la medida en que nuestro vecino se convierta en país netamente exportador de gas natural, el riesgo de no obtener un abastecimiento estable se reduce exponencialmente; sobre todo teniendo en cuenta que ya contamos con un gasoducto binacional. A modo de ejemplo, pensemos en los miles de mecánicos que conocen desde hace décadas el funcionamiento y la reparación de motores a combustión, y que pueblan los barrios de nuestro país con talleres de reparación de autos. ¿Qué sentido tiene acelerar la migración hacia el vehículo eléctrico cuando no tenemos ni idea de cómo se van a reciclar estos empleos? ¿Por qué la sociedad debe subsidiar la adquisición de vehículos y equipamientos 100% importados sin que existan contrapartidas significativas en términos de generación de empleo?
A la luz de estos conceptos se pueden apreciar múltiples distorsiones en los incentivos fiscales que la sociedad aplica a diferentes actividades. En muchos casos los incentivos de la COMAP terminan subsidiando inversiones sustitutivas de empleos, en lugar de tecnologías que aumenten la productividad de los trabajadores de los segmentos menos favorecidos. Es ese el caso de los beneficios a las grandes superficies, que terminan destruyendo pymes y empleos kilómetros a su alrededor, cuando esa inversión social estaría mucho mejor aplicada en bajarle los costos y permitirle incorporar tecnologías a los comercios llamados de cercanía, que deben soportar una carga fiscal muy superior a la de sus competidores favorecidos por privilegios fiscales.
Hoy nuestro país se enfrenta a un importante desafío de destrucción de empleos en el norte, especialmente en la zona del litoral con Argentina. El Estado debe hacer todos los esfuerzos para compensar una caída de actividad para la cual no se percibe fin hasta tanto Argentina no logre estabilizar su situación externa, algo que podría llevar años. Esto lo podría hacer movilizando obras de caminería rural, riego y horticultura, solo por mencionar algunos sectores de actividad que garantizarían la territorialización del empleo. Bastaría con que el Estado deje por un tiempo de lado ideas novedosas como el hidrógeno verde, para dedicar el precioso tiempo a las urgencias del momento, formulando proyectos que ayuden a cortar la hemorragia de empleos. Respecto a los incentivos fiscales, con los subsidios que se les otorgan anualmente a los supermercados, en el norte se podría construir alguna de las siete maravillas de la antigüedad.
Lo verdaderamente maravilloso es que no nos hayamos dado cuenta todavía de que no existe otro imperativo que el de crear empleo nacional.
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