En el mes del descubrimiento, me he puesto a evocar mis lecturas sobre la descomunal hazaña y recuerdo que Alejo Carpentier dice, con razón, que no fue obra del hombre del renacimiento sino del hombre del medioevo.
El descubrimiento, al igual que la conquista, la hicieron los hombres medievales con su tosquedad, su fiereza, su ignorancia y su resistencia física, acostumbrados a una vida rústica y primitiva que les permitió soportar las privaciones e inclemencias sobrehumanas de las travesías y la ocupación. Y también a asumir sin reparos los saqueos, crímenes y salvajes violaciones.
Después, durante la colonización, ya en la seguridad del nuevo mundo que se ofrecía para la audacia y la codicia, se sumaron a la empresa de los navegantes, los aventureros, los capitalistas, los seminaristas, los frailes, los inquisidores, los sabios y los obreros. Dice Germán Arciniegas –quien también es autor de esa maravilla de la literatura histórica, que es la “Biografía del Caribe” –que la conquista fue, nada menos, la primera gran empresa del capitalismo en la historia del mundo.
Siguiendo a Arciniegas y su colorida descripción de esa epopeya, la corona española estaba en quiebra y los capitalistas tenían, ellos sí, en cambio, dinero y crédito para hacer a su costa la conquista y colonización del nuevo mundo. Capitalistas eran los Pinzón, los Bastidas, los Velázquez, los comerciantes ricos de Canarias, de Cádiz y de media docena de puertos donde el dinero circulaba por los canales de los mercaderes, que podían financiar las expediciones, comprar las naves, armar los barcos y proveerlos de artillería, munición, escopetas y bombardas, lanzas y ballestas. Y además abastecerlas de galleta, vino, carne, maíz, garbanzos, cebollas y ajo. También, en previsión de las construcciones que iban a levantar, cal, ladrillos, tapiales y muchas herramientas de albañilería.
Desde España las gobernaciones, se daban al mejor postor en remates abiertos por la corona; luego sacaban los reyes sus quintos convenidos.
Bajo el comando de los capitalistas, -sigue el historiador-, fueron en las naves estudiantes huidos, licenciados, frailes, físicos y hombres de ciencia: toda una avanzada desprendida de las Universidades que buscaba, en el mundo por explorar, horizontes más vastos que los de Salamanca, donde las opiniones estaban divididas.
Por un lado, los estudiantes cautelosos y acomodados se quedaron al amparo de la casa salmantina, estimulados por frailes y doctores para quienes el nuevo mundo era diabólico. Los mismos maestros que objetaron a Cristóbal Colón, quisieron alejar a los muchachos de la aventura, para quedarse en una vida de pequeñeces, dejando la conquista en manos de rudos soldados.
Pero por otro lado, los inconformes que vieron su liberación en la aventura de América, para salir del sojuzgamiento de España y los peligros del Santo Oficio, las persecusiones inauditas, las intromisiones de fuerzas oscuras y reaccionarias en todos los campos de la inteligencia, cuando so pretexto del rigor teológico, en Salamanca se condenaba la ciencia como obra del demonio, fueron obstaculizados en su propósito, por la desaprobación de los doctos.
Fue así que dejaron la obra del descubrimiento a humildes oficiales que un día dejaban de picar piedra, para aparecer doce meses después como dueños de un vasto señorío americano. Francisco Pizarro, porquero en su juventud, o Benalcázar que, de arrear pollinos pasó a colgar un blasón en su propiedad de Popayán o Almagro que en España sólo sentaba ladrillos, y en América levantaba muros de oro. Hernán Cortés pasó dos años en Salamanca, que le pesaron como siglos, se rebeló y dio la espalda a los claustros para cruzar el mar e irrumpir en México a la cabeza de un ejército, sojuzgar a Moctezuma, descubrir un imperio más grande que el de Carlos V, y un panorama abierto a la ambición, al amor de las indias taciturnas y la locura de un dominio que tan bien retrata Bernal Díaz del Castillo en su “Historia de la conquista de la Nueva España”.
La contracara de la conquista
Pero también está la contracara de la conquista; de las tierras que Colón había pintado agobiadas de frutos exquisitos en abundancia, pero que no servían siquiera para alimentar ni aún a sus primitivos habitantes. Allí esperaban también la muerte, el hambre, el paludismo, las fiebres del trópico, el extravío y la locura. Pánfilo de Narváez pierde el rumbo y se interna en tierra miserable en busca de víveres, hasta perecer. Alvar Núñez Cabeza de Vaca, descubridor del Océano Pacífico, que integraba esa fallida expedición queda abandonado a su suerte a la orilla del mar, es hecho prisionero y queda diez años en poder de los indígenas. El licenciado Gonzalo de Quesada ahorcó a uno de los expedicionarios, porque mató a su caballo para comérselo. Los capitanes Alonso de Olalla y Diego Aguado encontraron un grupo de expedicionarios, tendidos en sus hamacas, devorados por la fiebre, sin alimentos y esperando la muerte. Grandes ejércitos quedaban paralizados en la lujuria de la selva, y carabelas que surcaban solitarias y errantes después de un temporal, en el alborotado mar de las Antillas, se convertían en un pequeño hospital o manicomio.
¿Qué llevaron los españoles a América? Los caballos, el ganado, las gallinas, el azúcar, frutas, legumbres y yerbas, la lengua, la religión y el alfabeto. Pero también los pleitos, la pólvora, la viruela, las ratas y los esclavos.
Hoy se reconoce que la conquista y dominación de los pueblos autóctonos fue salvaje y violenta, destructiva y sangrienta. No obstante, siempre España será nuestra patria Madre.
Pero aun así, el gran Rubén, poeta de poetas, le dejó este himno como homenaje a su gesta: “Mientras el mundo aliente/ mientras la esfera gire/ mientras la onda cordial aliente un sueño/ mientras haya una viva pasión/ un noble empeño/ un buscado imposible/ una imposible hazaña / una América oculta que hallar, vivirá España”.
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