Fábricas Nacionales de Cerveza comunicó hace unos días a su sindicato de trabajadores que empezaría a importar cerveza en lata proveniente de Argentina. El motivo que aduce la empresa es muy claro: el costo de importación es menor al de producir en Uruguay.
Si fuera un problema específico de FNC, podríamos caer en la tentación de dejarlo pasar como una instancia más de la idea de la creación destructiva. Pero el problema de FNC es el mismo que viene afectando a todo aquel que produce en nuestro país, consecuencia de un atraso cambiario harto evidente y solo invisible a las autoridades del Banco Central.
Pero en lugar de registrar como señal de alarma que una industria prácticamente monopólica no pueda competir sin sustituir su producto nacional por uno importado, algún opinólogo sobrevalorado apuntó contra el sindicato de trabajadores, que reaccionó de forma correcta en defensa de su raison d’être: los puestos de trabajo.
Los argumentos de este opinólogo están plagados de errores conceptuales, proporcionales a la pedantería en su forma de expresarlos. Lo que propone este señor no solo no tiene nada de original, sino que cualquiera de los múltiples aspirantes al trono del “Milei uruguayo” lo podría hacer mejor. Toda su estantería lógica se derrumba cuando constatamos que existen rubros importantes de consumo donde ya no existe producción local –víctima de alguna aplicación anterior de esta ideología perversa– y, sin embargo, el mismo producto que en Argentina o Brasil se comercializa por 100, en nuestro país cuesta 200 o 300, guarismo que no se explica ni por costos de transporte ni impuestos de importación.
En ese paraíso teórico con el que sueña este autopercibido intelectual, no solo no existirán empleos de valor agregado, tampoco habrá familias que puedan consumir bienes, ni nacionales ni importados. Tampoco existirá esa competencia de folleto de divulgación que imagina, ya que el escaso tamaño del mercado favorecerá a los lobbies de importación, convirtiendo a todos los mercados de bienes en la cruda realidad del mercado de antisudoral o de la pasta de dientes.
Finalmente, concebir al mundo como un maniqueísmo entre liberales y keynesianos, o entre sindicalistas y empresarios, es síntoma de una mente escasa, algo que podría rendir en una competencia por liderar una agrupación liceal. Pero no calza los puntos como para estimular el pensamiento de los avezados lectores de ese prestigioso semanario en que derrama sus invectivas. Quizás a este señor le convenga repasar la historia del pensamiento económico. Notará con rapidez que liberalismo y marxismo no solo tienen la misma raíz común, sino que comparten esa veta universalizante que caracteriza a cuanto dogma ha cruzado a nuestra hoy decaída civilización occidental.
Jaime Buchanan
TE PUEDE INTERESAR