«Más allá de las pasiones, desgracias, triunfos, adversidades, vicios o virtudes que hayan llenado sus vidas, es solamente en la silenciosa serenidad del museo que los artistas comienzan verdaderamente a vivir», dirá el crítico de arte y, a la sazón, inspector general de Museos, Arsène Alexandre, en 1924.
La frase está incluida en el catálogo de las obras del conde Henri de Toulouse-Lautrec en el Museo de la Berbie. Bella frase sin duda, pero, ¿de dónde hubiera sacado Gauguin esas vahines que tomaba como modelos si la vida no lo hubiera llevado a la Polinesia Francesa? Esas mujeres maoríes que pueblan su obra fueron personas reales. Habrían pasado desapercibidas como la inmensa mayoría de los mortales si el pintor no las hubiera transformado en íconos laicos.
En el mes de julio próximo pasado se cumplieron los cien años de la inauguración del Museo. Más de veinte años después de la muerte del artista en el otoño de 1901, y gracias a la colaboración de la familia, de amigos y de las autoridades de la Villa de Albi, «hemos podido reunir en uno de los más bellos monumentos de Francia, y en la localidad que lo vio nacer, gran parte de la obra de un artista prodigioso», dirá Maurice Joyant (1864-1930) el domingo 3 de julio de 1922. Nadie mejor que Joyant amigo de la infancia, jurista, marchante, crítico, coleccionista, biógrafo, primer conservador y creador del museo, para pronunciar el discurso inaugural.
Pensar en Lautrec nos trae enseguida su imagen de lisiado. Muchos autores opinan que su condición física determinó su conducta en la vida y consecuentemente su obra. ¿Por qué, si no, el descendiente de los condes de Toulouse-Lautrec-Monfa abandonaría las comodidades de su hogar para sumergirse en ese torbellino de alcohol y vicio que terminó prematuramente con su vida?
Genética
Muchos años después de la muerte del artista, los especialistas encontraron la palabra que definió la enfermedad que aquejaba a Lautrec: picnodisostosis. Se trata de una rara anomalía ósea de origen genético que se traduce, entre otras cosas, en una arquitectura ósea alterada y frágil. Según el genetista catalán Ignacio Blanco, vicepresidente de la Asociación Española de Genética Humana, los matrimonios entre familiares presentan mayor riesgo de trasmitir enfermedades a sus descendientes. Estas «aparecen cuando el paciente presenta alteraciones en las dos copias de un mismo gen. Es decir, si solo uno de los progenitores presenta una de las dos copias del gen alteradas, sus descendientes serán portadores de una alteración genética, pero no desarrollarán la enfermedad».
Esta constatación ya la sospechaba Charles Darwin. El naturalista y geólogo y su esposa Emma Wedgwood eran primos. De los diez hijos del matrimonio cuatro murieron prematuramente. Es cierto que ambas familias venían practicando la endogamia desde hacía ya varias generaciones.
Darwin había documentado la «depresión endogámica» (pérdida de aptitud biológica) en varias especies de plantas. Su mala salud y la de sus hijos sobrevivientes lo llevaba a pensar que esa consanguinidad era lo que estaba afectando a su dinastía.
Los padres de Lautrec también eran primos y seguramente esa costumbre, tal vez motivada por la intención de conservar el patrimonio familiar, había afectado a Henri. El caso es que el gran artista estaba físicamente disminuido, para gran desazón de su padre que esperaba un heredero con quien salir a cazar. El conde Alphonse, por otra parte, no demoró demasiado en separarse de su esposa. Apenas nacido el niño se fue a vivir a un pabellón de caza que había arrendado. El niño quedó entonces bajo los exclusivos cuidados maternos. Cuidados que se extendieron durante toda la vida de Henri.
Ya adulto, «andar le resultaba difícil, tenía “andares de pato” y no podía avanzar sin riesgo de caerse sobre los suelos encerados de las galerías de arte y de los museos donde debía o bien apoyarse en el brazo de un compañero o bien agarrarse a otro apoyo debido al desplazamiento al andar de la [pierna] derecha […]. En cuanto a sus primos «varios presentaban distintas formas de minusvalías, en apariencia físicas. Una de sus primas, Madeleine, su querida prima, tenía también “piernas débiles”, así llamaban entonces, no llegó a andar y falleció a los 17 años», anota la psicóloga española Rosario Carcas Castillo en su trabajo El alcohol entre la vida y la obra de Toulouse Lautrec.
Amores
Aunque no precisamente buen mozo, tuvo una intensa vida sexual. Las relaciones entre los pintores y sus modelos parecen ser un lugar común en la vida de los artistas. Marie Clementine Valadon (1867-1938) fue su modelo y amante. De todas, la que más trascendió, porque se transformó en una célebre pintora. Conocida como Suzanne Valadon, uno de sus cuadros llegó a venderse por la casa Christie’s en US$ 475.000 a fines de 2021. Suzanne había conocido a Lautrec en París en 1885 y mantuvo con él una relación que duró dos años. Según parece, la modelo tenía intenciones de casarse con Lautrec, aunque dudosamente porque estuviera enamorada de él, sino por intereses más prácticos. Como fuere, ambos mantenían sus promiscuas vidas y la relación se fue deteriorando. Suzanne lo amenazó con suicidarse, pero Lautrec, a pesar de su acusado alcoholismo, no cayó en la trampa. Dicen que fue Lautrec el que le cambió el nombre por el de la Susana bíblica, aunque más no fuera porque era deseada por los viejecillos que la pintaban (Puvis de Chavannes, Degas…).
Otra liaison dangereuse, sin duda más peligrosa que la que mantuvo con Suzanne, fue su romance con Rosa «la Rouge», una bailarina del Moulin Rouge (Lautrec sentía una atracción fatal hacia las mujeres pelirrojas). En este caso, más fatal que lo deseable. Un amigo le había advertido que no tuviera una vinculación demasiado cercana con esta atractiva joven: «… elle peut te faire un cadeau dont tu ne pourras jamais te débarrasser». Algo así como «ella puede hacerte un regalo del que no podrás deshacerte jamás». Aparentemente fue Rosa quien le contagió el «mal francés» o sea la sífilis, como la llamaron españoles e italianos (aunque en Francia fue denominada como «mal napolitano»). Según un estudio del Dr. Antonio L. Turnes la palabra «sífilis» surgió en 1530 a partir del personaje de una «poesía didáctica». Un médico italiano creó un personaje llamado Syphilus castigado con ese mal por causa de su conducta inmoral y viciosa.
No se sabe a ciencia cierta si fue Rosa la mujer quien le trasmitió la enfermedad. Lo mismo había ocurrido a su amigo Van Gogh en uno de esos «paseos nocturnos e higiénicos» de que hablaba Gauguin, otro afectado por el mismo mal. En algún momento iba a suceder. El único lugar donde Lautrec se sentía cómodo era en los burdeles. Incluso llegaba a instalarse en una de esas casas de tolerancia que abundaban en el Montmartre finisecular y pintar a las profesionales. Varias de sus obras representan situaciones de homosexualidad femenina. También era asiduo a La Souris, una cervecería lesbiana regenteada por Mme. Palmyre.
Estragado por la sífilis y el alcohol regresó con su madre, la condesa Adèle de Toulouse-Lautrec (1841-1930) que en 1883 había adquirido el castillo Malromé en Saint-André-du-Bois en la región de Aquitania. Allí murió dos meses antes de cumplir los treinta y siete. Su obra, rechazada en París, demoró veinte años en llegar a la «silenciosa serenidad del museo».
Cien años después, intentará sobrevivir al ataque de los «activistas ecológicos».
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