Entre los escritores, pensadores y periodistas que trataron de analizar las tribulaciones de la clase media y trabajadora estadounidense durante la presidencia de Bill Clinton, quizá el más agudo fue el geoestratega vinculado Edward Luttwak. Para Luttwak, el problema de Estados Unidos no era el capitalismo de mercado ni la incapacidad de los trabajadores estadounidenses para competir con sus pares de México y China. Más bien, el principal responsable fue la nefasta conjunción de la derecha libertaria de la Reaganomía con el mantra egoísta de la izquierda liberal sobre el libre comercio, la tecnología y las fronteras abiertas. Lo que compartían tanto la izquierda como la derecha, según el análisis de Luttwak, era su desprecio por ese tipo de acuerdos sociales de tipo “bismarckiano” que apuntan a preservar la cohesión de los Estados. Luttwak calificó de “turbo-capitalismo” a esa profana alianza entre la izquierda y la derecha libertarias, advirtiendo de sus efectos desintegradores sobre la clase media estadounidense, a la que consideraba la piedra angular de la estabilidad, la prosperidad y el liderazgo geopolítico de Estados Unidos.
El Estados Unidos de los años de Obama, Trump y Biden parece estar hoy en una situación mucho peor que la que alarmó a Luttwak en los años noventa. En la cúspide de la estrecha pirámide social se alza hoy una pequeñísima clase de megamillonarios que poseen y controlan un inusitado porcentaje de la riqueza, los recursos y el poder del país, obteniendo su riqueza de la economía globalizada. Luego le sigue la clase profesional que atiende a estos multimillonarios, desde abogados muy bien remunerados y banqueros de inversión, hasta chefs, diseñadores de moda y agentes inmobiliarios. Por debajo de ellos se encuentra la clase funcionarial de burócratas, profesores y otros empleados de menor rango cuyos sueldos son pagados por el Estado o por organizaciones no gubernamentales y fundaciones. Por último, aparecen los trabajadores más pobres, muchos de los cuales antes se consideraban a sí mismos “clase trabajadora” o “clase media”, pero que ahora se ven obligados a depender de programas y subsidios estatales, que cubren todo, desde el alquiler, la matrícula escolar, la atención médica hasta la alimentación. El pegamento que mantiene unida esta vertical de poder es el Partido Demócrata, que hoy día gasta regularmente más que el Partido Republicano –una mezcla incoherente de trumpistas, cristianos y otros desfavorecidos en el reparto socioeconómico– por márgenes de tres o cuatro a uno.
La “izquierda”, en Estados Unidos, representa en la actualidad a la nueva oligarquía y a sus dependientes. Las preferencias de la “izquierda” por el libre comercio y las fronteras abiertas hacen a su vez imposible que los trabajadores estadounidenses obtengan un salario digno. El hecho de que la nueva “izquierda” estadounidense esté financiada por multimillonarios como George Soros (92) y Warren Buffet (91) garantiza que la política de la izquierda no se centre en un salario decente para los trabajadores, sino en las matemáticas siempre cambiantes de las políticas identitarias de movimientos como el “woke”. En lugar de bienes tangibles, como un salario digno y la posibilidad de acceder a una vivienda, a los grupos de estadounidenses desposeídos se les ofrece el “reconocimiento” oficial de un conjunto cada vez más amplio de “identidades” arraigadas en la raza, el género y la preferencia sexual, que los enfrenta a otros grupos de estadounidenses que sufren prácticamente los mismos males. El “wokeness”, como ideología, puede verse como una función del orden turbo-capitalista ascendente: un medio para controlar a las clases medias y trabajadoras, y asegurar que no puedan unirse contra sus cada vez más omnipotentes señores…
En cierto sentido se puede ver al Woke como un movimiento de vanguardia que se hizo del control de una nueva tecnología y la utiliza como multiplicador de poder para disciplinar y aterrorizar al panorama institucional más general. Los wokeistas utilizan la amenaza que representa el daño reputacional para imponer la uniformidad de opinión entre la clase de personas, cuyas carreras, como las de ellos, solo existen en la medida en que están respaldadas por un suficiente capital reputacional. A diferencia de las formas de capital anteriormente dominantes (como, por ejemplo, la tierra y el ganado), este capital puede evaporarse con un solo tuít. A su vez, la uniformidad de opinión impuesta por el woke permite controlar sus propios cuadros y utilizarlos para doblegar a su antojo a las instituciones más poderosas.
Entonces, ¿quién controla al nuevo sistema estadounidense? La respuesta no son los wokeistas arruinados. Son los monopolistas propietarios de las plataformas donde habitan los wokeistas. A Elon Musk y Bill Gates y Jeff Bezos y Warren Buffett y Sergei Brin y Larry Page y Lorraine Jobs no les importan los tuits crueles. Les importan los cientos de miles de millones de dólares en sus cuentas bancarias, sus lujosas mansiones y jets privados, y la búsqueda de costosos pasatiempos como la colonización de Marte. Su principal objetivo político, como clase, es evitar que el Estado se haga lo suficientemente fuerte como para gravar sus fortunas, acabar con sus monopolios o impedir el flujo de mano de obra barata de inmigrantes y deslocalizada con que se benefician en la actualidad. Cuanto más fracturada, abatida y fuertemente vigilada esté la población estadounidense, menos probable será que surja un Estado fuerte.
En la pugna entre los oligarcas y el menguante Estado rooseveltiano, los woke constituyen un instrumento útil, no un poder independiente. Son los soldados de a pie del Partido Demócrata, cuyo trabajo consiste en organizar a los desposeídos en grupos lo suficientemente estrechos, divididos y fraccionados como para que no puedan unirse en una fuerza que amenace al control oligárquico.
David Samuels, en “How Turbo-wokism broke America”, publicado por Unherd
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