Cuando se levantan todas las mañanas, los salteños y sanduceros no necesitan prender la computadora y cargar el Excel para constatar que algo funciona mal en sus economías. Para llegar a tal conclusión no se requiere procesar estadísticas o convocar a sesudos opinólogos; la realidad se ve, se siente y se respira caminando por las calles de todas las ciudades del litoral: comercios vacíos, desempleo en aumento, y puentes colmados.
Contribuyendo inadvertidamente al sentimiento de impotencia que se hace espacio entre los residentes de la región, la tecnocracia dominante argumenta que los empresarios afectados deberían haber considerado los factores cambiarios en su “plan de negocios”. Como si la residencia en una determinada geografía fuera resultado de un estudio económico racional y no de una combinación muy compleja de factores. Daría la impresión que para algunas lumbreras el concepto de Patria no es más que el nombre de un fondo de inversión o de una serie de Netflix
Sea como fuera, evidentemente hasta ahora no han logrado articular una estrategia o al menos un argumento que permita a estos miles de empresas imaginar una salida a su situación actual. Se podrán distraer algún tiempo con discusiones marginales, pero luego de unos días la niebla se disipa, y la realidad se hace presente de nuevo, y cada vez más nítidamente.
Seamos claros, no se trata de la primera vez que nuestro país enfrenta una situación similar. Y tampoco se trata del único país relativamente pequeño que se debe enfrentar a la inestabilidad cambiaria de sus vecinos más grandes. Pensemos en la Suiza de los años ´80, con Alemania al norte e Italia al sur, debiendo soportar la fuerte devaluación de la lira. A lo largo de los años la profesión económica ha encontrado herramientas para contrarrestar los efectos diferenciales de estos shocks cambiarios en las diferentes regiones al interno de un país.
En efecto, no es aconsejable concebir la geografía económica de un país únicamente como resultado de un modelo de optimización de sus sitios de producción; el análisis es mucho más complejo que un modelo de programación que calcula rutas y redes de producción y comercio óptimas. Esto implica no reconocer que el territorio es la base esencial de cualquier construcción humana y civilizatoria. Basta con ver los efectos de herejías como el “metaverso” y todas sus variantes para darse cuenta de los efectos dañinos de separar al ser hombre de la tierra donde asienta su familia y su actividad.
Por ende, cualquier análisis que prescinda de los factores sociales, culturales y políticos está destinado al fracaso. Por naturaleza, estos factores son dinámicos y poco modelizables, generando esa incertidumbre knightiana, tantas veces ignorada de forma errónea. Estos factores “no racionales” se ven afectados por los vaivenes económicos; pero, a su vez, ellos también afectan la economía, y es este el punto esencial a no olvidar. Esto no debería ser sorpresa para ningún economista, ya que seguramente habrán dedicado algún rato en sus estudios a leer a John Maynard Keynes y la importancia que le asignaba a los “espíritus animales”. Lo cierto es que nadie va a invertir si no percibe un horizonte relativamente despejado, y es allí donde debería entrar a jugar el Estado: reduciendo los riesgos para que el sector privado se anime a emprender. Esta es en pocas palabras la receta del New Deal que sacó a Estados Unidos de la Gran Depresión; no la caricaturización de “hacer pozos para luego taparlos”, que sus detractores buscaron instalar en la opinión pública para destruir el legado de Franklin D. Roosevelt.
Si creemos que algo hay que hacer para salir de esta situación, entonces el sonsonete de las “reglas de juego” tiene por único efecto justificar el inmovilismo de un Estado que no puede quedar ausente. Esas reglas de juego pueden conducir a la quiebra generalizada. ¿Apuntamos realmente a un desenlace de ese tipo?
Si la idea fuera la de dar rienda suelta a un episodio de creación destructiva, esta vez en el litoral, lo único que vamos a lograr es reducir la oferta de hoteles y restoranes, entre tantos otros servicios necesarios para incentivar el turismo receptivo. En ese caso, para cuando la situación cambiaria con Argentina se termine equilibrando, nos habremos quedado con locales tugurizados y empresarios fundidos sin acceso a capital. Llegado el momento, los jóvenes que puedan habrán emigrado hacia Montevideo, luego de las ocho horas al máximo que, según las ecuaciones newtonianas de Colonia y Paraguay, lleva recorrer nuestro país de norte a sur y de oeste a este.
Ante la complejidad del problema territorial, es obligación de todo gobierno actuar con las herramientas que le fueron conferidas por la Constitución. Es hoy harto evidente que la política cambiaria solo ha ahondado el problema, por lo que poco se puede esperar en el corto plazo por parte del BCU. En consecuencia, la única herramienta disponible es la fiscal, adaptando las políticas impositivas y de exenciones fiscales a las necesidades del litoral.
La alternativa es seguir dando rienda suelta a los modelos de optimización, cuyos resultados probablemente arrojen –con los parámetros de simetría manejados por los tecnócratas- que todo el mundo debería mudarse a Montevideo. Eso sí que significaría una explosión fiscal, social y de seguridad no prevista por el modelo.
Lo absolutamente cierto es que, de seguir embarcados en este determinismo burocrático, estaremos allanando el camino hacia el narcoestado, con todas las consecuencias que ya empezamos a sentir de cerca. Las transferencias fiscales son el instrumento fundamental para mantener a las sociedades y a los países unidos frente a las fuerzas de la disgregación y la sedición. Si no elevamos la mirada y demostramos una mayor inclinación por la acción, nos introduciremos de lleno en el mundo del “ajuste de cuentas”, naturalizando una situación a la que la mayoría todavía nos resistimos con tenacidad.
Lamentablemente, la última vez que una política neoliberal abandonó el norte del país a su suerte la historia no terminó bien. Todos los días discutimos sobre los hechos de los años del plomo en la década del ´70, pero pocos recordamos que todo empezó en Bella Unión, y como resultado de una profunda crisis, provocada por un grave error de política económica.
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