Según consigna Eduardo Víctor Haedo en “Herrera: Caudillo Oriental”, Herrera fue invadido por la tristeza ya sobre fines de 1958, cuando todavía no había pasado un mes del primer triunfo electoral de su Partido Nacional en casi cien años. Según Haedo, Herrera idealizaba un “encuentro de todos los orientales auténticos, veraces y dignos”, acabando con las “décadas sombrías de gobiernos extranjerizantes” y los “repartos tarifados”. Pero apenas comenzado el gobierno, el experimentado caudillo que había enfrentado con obstinada firmeza la ofensiva de instalar una base militar en nuestro suelo, empezó a ver con desdén las puertas giratorias de “embajadores que halagaban y seducían”, el engolosinamiento con el “reparto de puestos” y el descuido por las necesidades de las familias más humildes. Poco antes de su muerte, Herrera reclamaba “cuiden el precio del kerosene” que era básico en la economía familiar de los de menores recursos, “no dejar que se pierdan en posturas”, “no hacerse cipayos”, y fundamentalmente, que “no se amurallen en la casa de gobierno”.
Hoy nuestro país transita el primer gobierno del Partido Nacional del siglo XXI. Y decimos bien, es un gobierno del Partido Nacional. Porque si bien fue la llamada “Coalición Republicana” la que llevó al Dr. Luis Lacalle Pou a la Presidencia, nada se mueve en el gobierno si no es a través de la “línea blanca”. En efecto, este parecería ser un gobierno de capitanes y reyes, como en la famosa novela de Taylor Caldwell.
Todo en el gobierno pasa por las proporciones áureas definidas al interno de un grupo reducido de asesores –que se cuentan con los dedos de una mano, los custodios del conocimiento de la divina proporción–, y sin el cual resulta muy difícil llevar adelante cualquier iniciativa con un mínimo de efectividad. De esta manera, la custodia de ese secreto iniciático va directamente en contra de la gestión de gobierno.
Desde el punto de vista político, el Partido Nacional parecería querer encarar el camino del PRI mexicano, acaparando tesis y antítesis dentro del mismo paraguas. De esta manera, parecería querer, como avezado trapecista, defender al mismo tiempo la globalización y los valores nacionales, la familia y la perspectiva de género, la empresa nacional y las multinacionales, al productor familiar y la extranjerización de la tierra. Estas contradicciones se ven más a nivel retórico; cuando llegan a nivel de política económica la aparente contradicción se dilucida más fácilmente.
Frente a esta realidad, los partidos de la coalición se vinculan a este caleidoscopio de actitudes e intereses a través de los pocos radicales libres que deja el partido de gobierno. Los socios se esfuerzan por identificar puntos de encuentro, pero al momento menos pensado, el conductor da un giro brusco y termina apoyando una posición contraria a lo acordado. Hasta el que se deshace en esfuerzos por ser “el más leal” puede verse desairado inesperadamente, convirtiendo su actitud en pura obsecuencia. En efecto, con este modo de funcionamiento, la coalición termina siendo una caja de resonancia de las propias contradicciones internas del Partido Nacional.
De esta manera, la espiral áurea se va haciendo cada vez más amplia, divergiendo cada vez más hacia una indeseada contradicción política. Ni que hablar de la confusión que genera entre los votantes de la coalición. Prueba de ello es el bochorno que se observó la semana pasada en el Senado cuando llegó el momento de votar el proyecto del endeudamiento, con los senadores Penadés y Da Silva argumentando posiciones opuestas.
Quizás aún no se percataron que estamos en tiempos de Twitter, no del mesurado Martín Echegoyen, y que la ciudadanía no está para perder el tiempo con coleccionistas de miniaturas.
Sigfrido Vaz
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