El diplomático más destacado de la historia reciente del Vaticano fue un apacible cardenal de Piacenza, cuidadoso de mantener modales educados y respetuosos, de mirada tranquila y magnífico intelecto. Un exponente de esa continuidad que la Iglesia católica ha mantenido con su historia como organización “puente” con mundos lejanos y que se convirtió en figura central del pontificado de Pablo VI y del de Juan Pablo II: Agostino Casaroli.
Casaroli es asociado universalmente a la Ostpolitik, la estrategia de la Santa Sede de una apertura moderada y gradual hacia los países del bloque comunista. Un plan que, al igual que el camino trazado por el canciller alemán Willy Brandt, pretendía un deshielo progresivo entre el Oltretevere y los satélites de la Unión Soviética, a fin de garantizar mejores condiciones de vida para los católicos que vivían del otro lado de la Cortina de Hierro. Este movimiento se consolidó a partir de la elección de Juan Pablo II, el primer papa no italiano en 456 años, y el primero de un país “más allá del Muro”. El nuevo papa daría renovado impulso a la búsqueda de un diálogo con los líderes religiosos de Oriente y con las diferentes comunidades, potenciando su papel como protagonistas de sociedades sujetas a décadas de ateísmo de Estado.
Casaroli era extremadamente realista. Criticado erróneamente como un cardenal “rojo”, resultado de haber dado seguimiento a las aperturas iniciales de Pablo VI hacia el mundo oriental, en realidad Casaroli actuaba en función de la política vaticana de asegurarse un rol diplomático global de relevancia, y de consolidar el intangible –aunque muy robusto– “imperio” moral impuesto a partir de la era Montini. En 1964 el propio Casaroli firmaría en Budapest (Hungría) el primer Concordato entre la Iglesia católica y un régimen comunista. La Ostpolitik había sido encomendada al sacerdote-diplomático emiliano con el objetivo de defender a los miembros de las llamadas “Iglesias del Silencio”, reprimidas y perseguidas, y abriendo también espacios de diálogo para que la diplomacia vaticana pudiera controlar mejor las dictaduras comunistas del Este. Consciente del problema, en 1965, en las Catacumbas de Domitila, lugar simbólico de los primeros mártires cristianos, Casaroli pronunció sentidas palabras por “aquellas partes de la Iglesia que aún hoy viven en las catacumbas”, esa “Iglesia que hoy lucha, sufre y sobrevive a duras penas en países bajo un régimen ateo y totalitario”.
Casaroli supo establecer un diálogo de naturaleza constructiva, pero nunca sometido a la otra parte. No obstante, Casaroli nunca hizo del anticomunismo un fin en sí mismo ni el eje de su diplomacia, contrariando a aquellos círculos más reaccionarios de la curia, al punto que cuando en 1979 Juan Pablo II lo designó como Secretario de Estado, varios críticos señalaron que el nombramiento se debía a la necesidad de “apaciguar a Moscú”, supuestamente aterrorizada por la llegada del nuevo papa. Pero, como recuerda Roberto Morozzo (en “Entre este y oeste. Agostino Casaroli diplomático vaticano”), detrás del carácter cortés del negociador Casaroli estaba el temperamento del irreductible defensor de los más extremos espacios vitales de la Iglesia. Para dar voz a la Iglesia del silencio, prefirió callar él mismo en público, durante mucho tiempo, ante las acusaciones y contumacias, al tiempo que se concentraba en defender en Oriente a una institución sometida a una sistemática labor de demolición. Morozzo recuerda en su ensayo que Casaroli fue el portavoz de una “diplomacia humanista, distinta de la de los intereses de Estado inmediatos”, constituida por la tenacidad y la perseverancia: a la larga, gracias a su labor, la Iglesia logró revitalizar las fuerzas del Este, como el sindicato católico polaco Solidarnosc.
Andrea Muratore, Il Giornale, Italia (diciembre, 2021)
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