Isabel la Católica y María Antonieta no tuvieron mucho en común. La reina de Castilla vivió entre 1451 y 1504, la esposa de Luis XVI entre 1775 y 1793. Doña Isabel murió en olor de santidad. María Antonieta fue denigrada de todas las maneras posibles.
Aunque en algo coincidieron: fueron mujeres, reinas y ambas dejaron sus testamentos.
En el caso de doña Isabel se trató de un testamento en toda la regla, tomado ante siete testigos por el notario público Gaspar de Gricio. Los historiadores entienden que fue dictado en etapas de varios días en atención a que la reina estaba muriendo y su estado no le permitía un esfuerzo continuo. Además, no era un testamento cualquiera, sino que tenía consecuencias políticas de enorme importancia y por ello se debía ser cuidadoso en su redacción.
Hay distintas versiones del texto, no en el concepto, sino en la grafía. Tomaremos algunos aspectos de la que se encuentra en el libro de Gómez de Mercado Isabel I Reina de España y madre de América, Granada 1943.
Como era de estilo comienza con una invocación: «En el nombre de Dios todo Poderoso, Padre e Fijo e Espíritu Santo, tres personas e una Esencia divina, Criador e Gobernador universal del Cielo e de la tierra e de todas las cosas visibles e invisibles: de la gloriosa Virgen María, su madre, Reina de los Cielos y Señora de los Ángeles, nuestra Señora e abogada […] ordeno esta mi carta de testamento e postrimera voluntad […] queriendo disponer de mi casa, como si luego le oviese de dexar». Una invocación similar, aunque más breve, encabezaba nuestra carta magna de 1830.
El testamento
Las disposiciones no están numeradas ni agrupadas temáticamente de modo que hay mezclados aspectos personales como, por ejemplo, dónde debía ser enterrada, con instrucciones de gobierno.
Deseaba ser sepultada en un monasterio de Granada, en hábito franciscano: «en una sepultura baxa que no tenga bulto alguno salvo una losa baxa en el suelo, llana, con sus letras esculpidas en ella». Salvo que su esposo el rey Fernando eligiera sepultura en otro sitio. En ese caso quería ser llevada a su lado: «porque el ayuntamiento que tuvimos viviendo y que nuestras ánimas, espero en la misericordia de Dios ternán en el Cielo, lo tengan e representen nuestros cuerpos en el suelo».
Encarece a su hija la princesa Juana (llamada la Loca) y a su esposo el príncipe Felipe (llamado el Hermoso), quienes la sucederían en el trono, que: «siempre tengan en la Corona e Patrimonio Real dellos a la […] Cibdad de Gibraltar, con todo lo que le pertenece, e non la den, ni enagenen, ni consientan dar, ni enagenar, ni cosa alguna della». Estas recomendaciones resistieron doscientos años. Tomado en 1704 por una flota anglo-holandesa, en 1713 Felipe V no solo tuvo que entregar a los británicos el peñón de Gibraltar, sino conceder a la South Sea Company (una empresa en la que el rey Jorge I tuvo bastante que ver) el monopolio del tráfico de esclavos en el Reino de Indias.
Otra disposición de la reina encomienda a sus herederos que «tengan mucho cuidado de la buena gobernación [de sus reinos] e paz, e sosiego de ellos e sean muy beniños e muy humanos a sus súbditos naturales, e los traten e hagan tratar bien». Y también «poner mucha diligencia en la administración de justicia a los vecinos y moradores […] haciéndola administrar a todos igualmente, así a los chicos como a los grandes sin esención de personas». Que los impuestos se recauden justamente, «sin que [los] súbditos sean fatigados ni reciban vexaciones ni molestias». Dispone que distribuyan todas las cosas que posee «en los alcázares de la ciudad de Segovia, e todas las ropas e joyas, e otras cosas de mi Cámara, e de mi persona, e qualquier otros bienes muebles que yo tengo donde pudieran ser habidos». Los objetos de oro y plata, desea que sean dados a la iglesia de Granada. Pero si el «Rey mi Señor» quisiera conservar algunas cosas como recuerdo «del singular amor que a su Señoría siempre tuve; e aún porque siempre se acuerde de que ha de morir, e que le espero en el otro siglo; e con esta memoria pueda más santa, e justamente vivir».
Luego manda que el testamento sea depositado en el monasterio de Ntra. Sra. de Guadalupe, «para que cada quando fuera menester verlo originalmente lo puedan allí hallar». Además, hizo hacer dos copias certificadas por el notario público para ser radicadas: una en el monasterio de Santa Isabel del Alhambra y otro en la Catedral de Toledo, «para que allí lo puedan ver todos los que dél se entendieran aprovechar». Sin duda la reina tenía gran interés en que su voluntad fuera conocida.
El texto incluye otras disposiciones de importancia y anexa un codicilo en el que trata el tema de los indígenas.
Cuando por parte de la Santa Sede le fueron «concedidas las islas y tierras firmes del mar Oceano descubiertas y por descubrir», el objeto era inducir a sus naturales «a los convertir a nuestra Santa Fe Católica» por lo que suplica al Rey y manda a la princesa «que este sea su principal fin, e que en ello pongan mucha diligencia, y non consientan ni den lugar a que los Indios vecinos y moradores de las dichas Indias […] resciban agravio alguno en sus personas e bienes; mas mando que sean bien y justamente tratados y si algún agravio han rescibido lo remedien e provean».
El proceso de beatificación y canonización de Isabel de Castilla, comenzado en 1957, se encuentra en el Vaticano.
La carta que nunca llegó
Las condiciones en que María Antonieta redactó su “testamento” fueron muy otras. En realidad, se trató de una carta que dirigió a su cuñada Mme. Élisabeth, y que esta nunca tuvo oportunidad de leer porque fue guillotinada en nombre de la liberté, poco después de que a la reina le tocara la misma suerte. Su aporte a la historia parece no haber sido muy significativo. Aunque su imagen fue sometida a la damnatio memoriae habitual en estos casos. Hasta fue acusada de tener relaciones sexuales con su pequeño hijo, por éste mismo. Es su dignidad frente a la muerte lo que la redime.
El mismo día de su ejecución, redacta desde su prisión: «Es a vos, hermana mía, a quien yo escribo esta última vez. Acabo de ser condenada, no exactamente a una muerte vergonzosa, eso es para los criminales, sino que voy a reunirme con vuestro hermano. Inocente como él, yo espero mostrar la misma firmeza que él en sus últimos momentos».
Pide a su cuñada por sus hijos (espera que ellos queden a su cuidado): «que ellos sientan que, en cualquier situación en la que se puedan encontrar, no serán realmente felices si no están juntos». Y que su hijo no olvide las últimas palabras de su padre: «Que no busque jamás vengar nuestra muerte». Con respecto a la oprobiosa acusación reflexiona tristemente sobre: «lo fácil que resulta obligar a un niño a decir cosas que no conoce y que ni siquiera comprende» y pide a su cuñada que lo perdone.
«Muero dentro de la Religión Católica, Apostólica y Romana, en la religión de mis padres, en la cual fui educada y que siempre he profesado». Implora el perdón de Dios, pero no desea recibir los auxilios de un sacerdote juramentado. Pide el perdón de todos a los que hubiere hecho algún daño y perdona a todos sus enemigos el mal que le han hecho.
Dice Stefan Zweig en su biográfica María Antonieta, publicada en 1932,que la reina entrega la carta a uno de sus carceleros con el encargo de enviársela a su cuñada. El hombre teme comprometerse y la carta termina en poder de Robespierre. Cuando le llega el turno a Robespierre le encomiendan a un tal Courtois que ordene los papeles del guillotinado. Courtois conserva la carta pensando le podría ser útil. Veinte años después se produce el retorno de la monarquía y la póstuma misiva sale a la luz. Dicen que María Antonieta al subir al cadalso pisó a su verdugo y le pidió perdón, porque no había sido a propósito. Tal vez la anécdota no sea verdadera, pero no puede negarse que es regia.
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