Vivir en el piso alto de un condominio tiene como toda cosa ventajas e inconvenientes. El undécimo piso, donde habitamos mi hermano y yo, es a los fines de este relato un buen ejemplo. La vista sobre la ciudad es magnífica. Por la ventana que da al frente se alcanza a ver las luces del Estadio. Hacia el fondo, las noches de luna bordan sobre el río caminos de plata, bullente cristal en movimiento. Pero no debo ponerme poética porque esta historia trata sobre el lado oscuro de la altura. Se entiende que no me refiero a mi altura personal, sino a la altura en que vivimos, que tampoco es la altura de la vida, que sería otra cosa. No quiero entreverarme, tengo que intentar conservar algún rasgo de lucidez para contar hechos y no opiniones.
Mi hermano Carlos tiene más o menos mi edad. El detalle en cifras no interesa y no por coquetería ni esas tonteras de que las mujeres mentimos la edad, sino que no aporta datos significativos. Lo ocurrido puede suceder a cualquier edad. Carlos es ingeniero y trabaja muchas horas por día para ganar el sustento. En nuestra sociedad él trae el dinero y yo me ocupo de la casa, la comida, los mandados, pagar las cuentas y de todas esas minucias que, sumadas, ya ni me dejan tiempo para ver televisión. Me estoy distrayendo, a veces tengo como una tendencia a seguir caminos secundarios, que también podríamos llamar alternativos. Aunque el último calificativo tiene como una connotación distinta que le da otra jerarquía. ¿Ven por qué siempre digo que todo es cuestión de óptica? Si podemos mirar el problema y visualizarlo con claridad, ya estamos a la puerta de la solución. En cambio, si somos ciegos como un murciélago… Pero no voy a adelantarme.
El asunto es que Carlos, agotado por sus largas jornadas laborales y aprovechando la benévola estación, decidió tomarse vacaciones. Aclaro que yo a Carlos lo adoro, pero no pude evitar pensar, cuando cerró la puerta cargando su valija rumbo al este: por fin sola, feliz y conmigo misma. La convivencia es siempre difícil. Es una trama que hay que urdir todos los días y que se desteje a la velocidad de Penélope. Cosas banales, discusiones pequeñas, mezquindades como si cuelgo la toalla para que se seque después del baño o la tiro en la cama hecha una bola como hace Carlos. Ahora está mejor, pero fueron años de lucha. Lo que cuesta criar un hermano no está escrito.
Así, quedé sola y dispuesta a tomar unas vacaciones. Por lo menos podía fumar por toda la casa y no escondida en mi cuarto con la ventana abierta, porque Carlos odia el cigarrillo.
El día cuando Carlos se fue continué con mi rutina como si él estuviera, limpiando y cocinando, como si fuera a volver enseguida. Tal vez, todavía no había asumido cabalmente mi soledad.
Esa noche tuve un sueño. Yo sueño todas las noches, casi diría que tengo el oficio de soñar. En ocasiones he soñado cosas que luego sucedieron, como premoniciones. Otras veces me parece que mezclo las distintas circunstancias que sucedieron en el día y son simplemente ensueños y no señales.
El calor no cedía. El verano en su pleno esplendor no daba respiro y ni siquiera la brisa sureña aportaba su alivio. Seguramente me dormí mirando la televisión. Por lo menos en mi brusco despertar el aparato estaba encendido. Había soñado –¿soñaba todavía?– con un pájaro renegrido como cuervo que me rozaba la frente con una de sus alas. Sin embargo, mi sensibilidad no percibía textura de plumas sino –me estremezco al escribirlo–de…manos. Apagué el televisor y me dirigí a la cocina por un poco de agua. Me enjugué la frente. Luego puse la cabeza bajo el chorro de agua. El reloj marcaba las tres y cuarto. Comenzaba a levantarse viento y la cortina del cuarto de Carlos emprendía su vuelo nocturno. Quise aprovechar el aire fresco sobre el cabello mojado. Entré al cuarto de Carlos y encendí la luz. No. La luz se enciende desde fuera. Encendí la luz y entré al cuarto. De pronto algo me golpeó la cara y siguió volando y chocando contra las paredes, el espejo del corredor, el plafón del techo, para volver hacia mí a toda velocidad. Entonces lo vi. Ignoro cómo me agaché para dejarlo pasar; el miedo genera respuestas increíbles. No sé cómo tuve fuerzas para cerrar la puerta y ahogar dentro de mí el volcán incontenible del aullido. Cómo pude arrastrar el pesado sillón del living para trancar definitivamente la puerta apresando a la asquerosa criatura. Cómo logré tranquilizarme respirando profundamente para calmar el caballo desbocado de mi corazón. Me dejé caer en la exhausta cama temblando. Pasé la noche rezando a una imagen de Nuestra Señora de Aparecida que mamá había traído de uno de sus viajes al Brasil, para que viniera el día y apartara de mí el cáliz de las sombras.
El día siguiente era sábado y no tenía que ir a trabajar. Agotada, me recordé al mediodía y corrí hacia la computadora. Busqué en el Google“murciélago”. Resultaron animales insectívoros o frugívoros, menos una especie: desmodus rotundus o vampiro. Continué mi búsqueda y encontré una página con una Sesión de la Cámara de Senadores de 8 de julio de 2003, donde un especialista afirmaba que “Uruguay está lleno de murciélagos vampiros e insectívoros y los vemos en pleno Montevideo. Por ejemplo, en el barrio Punta Carretas, en el edificio donde vivo hay murciélagos, fundamentalmente insectívoros, pero no descarto que también haya vampiros”.
¿Estaba yo conviviendo con un maldito hematófago alojado en el cuarto de mi hermano? Sentí correr por mis venas mi sangre guerrera, mis antepasados combatieron durante la Independencia y después. No estaba dispuesta a claudicar ante un murciégalo por más vampiro que fuese. (¿Saben que puede decirse también murciégalo, aunque suene como si fuera el hijo de una murciana y un francés?). Me armé con un palo y me puse en la cabeza un casco de motociclista propiedad de mi primo Asdrúbal (en realidad es un amigo, pero como de la familia) que a veces me visita y que se dejó olvidado, una tarde en que tuvo que partir apresuradamente. ¿Por qué no pedí auxilio? ¿Por qué no requerí la ayuda del portero o de mi casi primo? Duele confesar que todavía no estaba del todo segura de la existencia real de la bestia. Tal vez hubiera sido fruto de una ensoñación o en el peor de los casos, alucinaba. A los que tenemos metabolismo diurno la luz del sol nos hace fuertes.
Abrí la puerta del cuarto de Carlos después de haber cerrado la del corredor. El espacio que tenía el ser para desplazarse no era mucho. O salía por la ventana a la claridad del día o tendría que enfrentar al pequeño guerrero medieval en que me había convertido. Revisé con cuidado el cuarto, temiendo encontrarlo debajo de la cama. El resto de la habitación estaba a la vista. Ni trazas del murciélago. Habrá escapado por la ventana abierta pensé y suspiré aliviada. Convencida, por fin, cerré la abertura de aluminio exterior manteniendo la interna abierta. Recientemente habíamos instalado una abertura adicional para mejorar el balance térmico. El calor en la pieza era intolerable y me pareció percibir un olor especial, como el de un moho rancio. ¿Había existido la criatura o mi imaginación creadora me jugaba una mala pasada? Al salir, por las dudas, cerré la puerta del cuarto. Esa noche dormí plácidamente y al despertar, el día radiante me inclinó a ir a la playa. Olvidé el episodio de modo que ni siquiera lo comenté con mis amigas. Al regresar de nochecita, la casa cerrada era un horno. El piso más alto recoge todo el calor del sol que se filtra desde la azotea hacia el interior de la vivienda. Decidí ventilar el cuarto de Carlos y al correr la cortina de voile, quedé cara a cara con el vespertillo perchado del riel. Abrió los ojos amaurósicos como si estuviera molesto porque lo desperté, lo cual reconozco justo. Solo después supe que estos animales no son ciegos. Esa ignorancia me hizo conservar la cordura. Cerré lentamente la cortina y retrocedí sin dejar de vigilar la forma velada. Traje el palote de amasar y vestida con mi equipo de guerra le propiné un golpe tan fuerte que cayó al suelo salpicando de sangre pared y cortina. Yo era la Ira de Dios, el Brazo de la Venganza. Me sentía Judit, Juana de Orleáns, Lorena Bobbit, Carlota Corday…
Aleteaba emitiendo una especie de tenue vagido cuando volví a golpearlo. Lo demás fue ensañamiento. En mi descargo diré que me impulsaban el miedo y el asco. Quedó convertido en una masa irreconocible. Lo introduje en una bolsa de plástico para botarlo en el contenedor de desperdicios del edificio. Limpié la sangre y encendí la lavadora para borrar las huellas de la cortina. Recién después, mientras tomaba un café en la cocina, comprendí que me sentía como si hubiera cometido un asesinato. ¿Qué había hecho sino proteger mi casa?, abogué. ¿Qué diferencia a un murciélago de una mosca? Ambos son seres vivos. ¿O acaso no matamos moscas? No es distinto el matamoscas que el palote. Debe ser la sangre. Las moscas hacen una marca pequeña. Solo se necesita un trapo húmedo y una escoba para barrer el diminuto cadáver. Este animal sangró mucho… Además, había invadido mi espacio aéreo. Un caso claro de legítima defensa. ¿Quién me condenaría? Tal vez esos hinduistas vegetarianos que creen en la reencarnación y que andan con tapaboca para no comerse los insectos. Para ellos yo habría matado a alguno que venía cumpliendo su karma. Y bueno, a lo mejor su karma era que yo lo librara de su envoltura alada. Después de todo son puntos de vista,me dije con resignación y me fui a ver la tele, sin notar que en la caja de la cortina de enrollar hubo un pequeño movimiento.
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