“Di tu mensaje y desaparece”, parecería resumir en una frase la hirsuta filosofía de Nietzche, con un dejo de heroísmo inhumano. Alberto Methol Ferré, en el momento de su muerte y a pesar de sus joviales ochenta años, tenía aún mucho para decir. Y su ausencia va a significar una pesada carga, y este sí, un heroico desafío, para los que compartimos su devoción por la Patria Grande.
Lo conocí joven, cuando yo era aún niño. Allá a comienzo de los años 50, en medio de un grupo de mentes fermentales que alguna vez le tocaba reunirse en mi casa. Carlos Real de Azua, W. Reyes Abadie, J. Claudio Williman, Pedoja Riet, Zunin Padilla, los hermanos Abadie Aicardi, etc. El más joven de este grupo, y tal vez el más profundo, era Methol Ferre. Sus reuniones duraban hasta altas horas de la madrugada en verdaderos torneos de aquellas inteligencias tan originales. Hablaban del Tercer Mundo. Discutían a quién le correspondería el liderazgo de esa nueva entelequia política, si a Tito o a Nasser (alguno más audaz proponía a Mao). Todos sentían admiración en el barrio suramericano por Juan Perón, Getulio Vargas y Paz Estensoro. Y dentro de fronteras creían haber encontrado el referente, en un locutor de radio que se presentaba con el seudónimo de Chicotazo y movilizaba a las clases medias rurales…
Tucho arrastraba desde su niñez una dificultad para hablar que se traducía en tartamudez. Él siempre decía que eso fue lo que lo ayudo a pensar. Lejos de tomarlo como un estigma, todas las veces que él hablaba en público con la modestia que siempre lo caracterizó, lo anunciaba con sentido del humor pidiendo disculpas al auditorio, por la paciencia que iban a tener al escucharlo.
Toda disertación de Methol elevaba el nivel de los tópicos y despertaba un gran interés en la concurrencia. Apenas comenzaba a hablar se producía un absoluto silencio. Siempre fue de una generosidad desmedida con su tiempo. Consiente del arsenal de conocimientos que poseía, nunca desechaba una invitación.
Una historia que quiero evocar fue con motivo del homenaje a Jorge Abelardo Ramos a los 10 años de su muerte. Había cultivado una gran amistad con el historiador y dirigente político de lo que se denominaba la izquierda nacional argentina. Lo comenzó a tratar con motivo de la vecindad del barrio Malvín donde ambos residían. Posiblemente Ramos era en ese entonces un exiliado político.
El homenaje se realizó en la Biblioteca Nacional en Buenos Aires, en la sala Jorge Luís Borges. Había tres disertantes, el primero que habló fue el director de la Biblioteca Horacio González. El segundo Ernesto Lacleau, académico de la Sorbonne, que viajó especialmente para el evento, y que hizo un análisis filosófico-ideológico del pensamiento de Ramos sobretodo en sus inicios.
Methol, como era su costumbre, se puso de pie y cerró el acto centrando su discurso en la obra cumbre de Ramos “La Nación Latinoamericana”, de la cual sacó todas las analogías que mantenía con su pensamiento. La espaciosa sala estaba colmada, hasta los pasillos estaban repletos de gente.
En un momento cuando Tucho comenzó a historiar aristas autobiográficas de su vida —de que a pesar que su padre era blanco independiente, él se hizo herrerista por la firmeza con que el caudillo blanco rechazo las bases norteamericanas en territorio oriental—fue a decir la palabra Japón, se trancó en la “J” y permaneció unos segundos (que parecían minutos) con la lengua trabada. El público lo ovacionó con un cerrado aplauso. Luego de ese pequeño contratiempo, prosiguió con la amena disertación que duró más de una hora, seguido con más atención que antes. Y cuando terminó lo aplaudieron de pie por un buen rato. Como a los grandes divos del teatro. Al ver tanto entusiasmo pensé en aquello de que nadie es profeta en su tierra…
¿Qué era Methol Ferre?: ¿un historiador, un ensayista, un filósofo, un teólogo, un geopolítico? Sin duda que su pensamiento incursionó en todas esas disciplinas, pero él que odiaba los casilleros, le gustaba definirse como “Tomista silvestre”.
Pero por encima de todo era un Maestro. Era un pensador profundo que hacía pensar, que también hacía dudar para llegar a las grandes certezas existenciales. Tenía una increíble capacidad para leer el futuro, de anticiparse a lo que iba a ocurrir, como los antiguos augures de la cultura mediterránea que siempre adivinaban en los ciclos humanos cuál era la etapa que estaba por venir. Y hasta esperó en su agonía dejar este mundo en la fecha de San Alberto Magno, su día.
Más de una vez me decía, hay algunos compatriotas tan escasos que me ven haciendo un camino zigzagueante. Yo siempre seguí el mismo derrotero. Abro uno de sus últimos libros que tengo sobre mi escritorio, “América Latina en el siglo XXI” que escribió junto a Álver Metalli y leo en su dedicatoria de puño y letra, “Este libro sobre mis dos amores (América del Sur y la Iglesia de Cristo) con la amistad…” Y sus dos amores se complementaban porque la posibilidad de lograr la unidad de esta América reposa en respetar los ingredientes básicos que la componen.
Yo me convertí al cristianismo cuando tenía 19 años, solía contar Tucho. Mi padre era agnóstico, pero fue leyendo a Chesterton y a Unamuno que me hice católico. El primero me trasmitió la alegría por la vida. El segundo me hizo comprender su sentido trágico.
Hay un pensamiento de derecha y un pensamiento de izquierda. El de Methol desborda los casilleros de las tesis ramplonas, de los compartimentos estancos, de las teorías grises. Parafraseando a Goethe su pensamiento oxigenador de las ideas, era verde y lleno de dorados frutos, como el árbol de la vida.
Methol, por su calidez humana, por su caballerosidad, era respetado y amado por todos los que lo conocieron. Por su dedicación y por su paciente apostolado en descifrar lo que Dios escribe derecho en renglones torcidos y transmitirlos con humildad, es un hombre para todas las estaciones.
*Fragmentos de la nota publicada hace 10 años con motivo de su fallecimiento
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