El término América Latina, tan en boga en los últimos 50 años, surge como un vocablo promovido por la Francia de Napoleón III, con la intención de imaginar un bloque que pudiera servir de contrapeso a la creciente influencia de Estados Unidos, la otra América, la anglosajona.
En realidad, se debería hablar de la América hispano-lusitana, que sin duda conforma un grupo racial de perfil distinto, en la medida que su población mayoritaria, mestizada con los pueblos originarios, se los denomina criollos y configuraron el cerno de la gesta independentista.
Hay algunos matices en las ideas fuerza que sirvieron de fundamento para la independencia en Hispanoamérica y en la América portuguesa. En la primera, la invasión napoleónica a España cesaba el gobierno peninsular y la emancipación era la respuesta teológica de que la acefalía del poder retrotraía la soberanía al pueblo, como lo habían fundamentado con brillantez escolástica el dominico P. Francisco Suarez y el jesuita Francisco Vitoria.
La puesta en práctica de estos conceptos, manejados arteramente por intereses foráneos, dio lugar a disensiones que provocaron la balcanización de la América española cuyos libertadores de la talla de José Artigas, Simón Bolívar o José de San Martín no pudieron evitar.
En cambio, la América portuguesa pasa incólume esta turbulencia y la independencia de Brasil con el Grito de Ipiranga que es un acuerdo entre el rey de Portugal, Juan VI, y su hijo Pedro, quien mostró desde el vamos un hábil pragmatismo político que permitió evitar las constantes confrontaciones armadas que tanto dividieron y debilitaron a Hispanoamérica.
Esta sabiduría política por un lado y este desenfoque por otro, no es obra de la casualidad, sino de la de grupos dirigentes muy disimiles que manejaron los nuevos Estados que se asomaban a la Independencia.
El exvirreinato del Río de la Plata careció de clase dirigente. “La Revolución de mayo de 1810 había sido un estallido popular decía el historiador José María Rosa, pero los que tomaron el gobierno en los triunviratos y directorios descreyeron de la nacionalidad para buscar en Inglaterra y Francia, la tutela de sus privilegios de clase contra la ‘anarquía’ del pueblo naciente. Pertenecían a una clase social que no era una aristocracia, una clase que ignoraba o despreciaba a la nación gobernada…”.
El mismo historiador argentino, al analizar la consolidación de la independencia de Brasil, destaca la presencia de una verdadera clase dirigente, consustanciada con el interés nacional.
“Unos y otros, conservadores o liberales, integraban una misma capa social que como clase dirigente no tuvo igual en Iberoamérica. La aristocracia brasileña tuvo el alto valor de una clase dirigente: produjo auténticos estadistas de su tierra de su época, al tiempo que las clases privilegiadas del Plata daban retóricas frases ceñidas a fórmulas de aplicación universal e intemporal…”.
En el siglo XX Getulio Vargas sienta las bases del Brasil moderno
La visita que el presidente Vargas realizó al Río de la Plata, primero a Buenos Aires y luego a Montevideo en mayo y junio de 1935, encerraba mucho más que un gesto protocolar. Tenía como objeto fundamental poner fin a la inicua Guerra del Chaco.
Este sangriento conflicto armado entre Bolivia y Paraguay que fue digitado por las dos mayores multinacionales del petróleo: la Royal Dutch-Shell, comandada desde Londres, uno de cuyos tentáculos se había instalado en un Paraguay que milagrosamente había sobrevivido al genocidio de la guerra de la Triple Alianza, en cuyo trágico desenlace Gran Bretaña no fue ajena. Y la otra muela de la tenaza instalada en Bolivia era manejada por la Standard Oil de Rockefeller, megaempresa norteamericana que ni el crack del 29 ni la Gran Depresión la habían disminuido.
Tanto en Buenos Aires como en Montevideo, Getulio Vargas recibió una calurosa acogida no solo por parte de los gobernantes sino fundamentalmente por el pueblo sencillo, que masivamente se volcó a las calles como sucedió en el trayecto de la entonces avenida Agraciada en donde las fotografías de la época muestran una abigarrada multitud.
En un pasaje de su discurso en el Palacio Legislativo ante la Asamblea General, revela con una aureola de americanismo el motivo de su viaje: “Los trascendentales actos suscritos últimamente en Montevideo y Río de Janeiro significan que los mandatarios de Uruguay y Brasil se esfuerzan para que esta obra de mejoramiento moral y espiritual en sus relaciones mutuas no se desvanezca, apuntando no exclusivamente al beneficio común, sino también a los inestimables beneficios para la paz y prosperidad de toda América…”.
Los resultados de su esfuerzo no se hicieron esperar y el 12 de junio de 1935, en Buenos Aires (Argentina), se firmó el Protocolo de paz donde se acordó el cese definitivo de las hostilidades sobre la base de las posiciones alcanzadas hasta ese momento por los beligerantes. Y después de largas negociaciones, el tratado para terminar la guerra fue firmado en Buenos Aires (Argentina) el 21 de julio de 1938.
El legado geopolítico de Getulio dio generosos frutos a Brasil y a toda la región
El pragmatismo responsable que exhibieron Getulio Vargas y su canciller Oswaldo Aranha durante la Segunda Guerra Mundial fueron capitalizados por Brasil en el período de posguerra. La planta de la nueva Compañía Siderúrgica Nacional (CSN) comenzaría a operar en 1946 durante la presidencia de Eurico Gaspar Dutra. Con abundante mineral de hierro y una moderna acería, Brasil tenía casi todo para convertirse en una potencia industrial. Le faltaba solamente una cosa: energía.
Juscelino Kubitschek apuntaría a resolver este problema con su Plan de Metas en 1956 que preveía, entre otros ambiciosos objetivos de desarrollo, reducir la dependencia de Brasil de la importación de hidrocarburos. Para ello se concibieron varios proyectos de represas hidroeléctricas y embalses para generar energía y mejorar el aprovechamiento de tierras agrícolas, sentando las bases del milagro agrícola de las décadas siguientes.
El 26 de abril de 1973, se firmaría en Brasilia el Tratado de Itaipú para el aprovechamiento hidroeléctrico de los recursos del Rio Paraná, que una vez ratificado por los gobiernos de Brasil y Paraguay, entraría en vigor el 13 de agosto de 1973, sentando algunos principios fundamentales, como ser la igualdad de derechos y obligaciones entre ambas naciones, la paridad en lo que refería a la administración, el derecho a compartir en partes iguales la energía producida y el compromiso de Brasil de adquirirla en su totalidad. No se trataba de una concesión menor por parte de Brasil, que había adelantado gran parte del capital y avalado los préstamos contraídos por Paraguay. “Itaipú adquirió una personería jurídica internacional de empresa binacional, en la cual brasileños y paraguayos tenían paridad en la construcción, operación y distribución de la energía generada”, explica el Prof. Francisco Doratioto en “Brasil en el Río de la Plata (1822-1994)”.
En 1974 Brasil y Paraguay empezarían con la construcción de la represa, con una potencia instalada de 14.000 MW, equivalente a siete veces Salto Grande. Geisel también lograría colocar a Brasil entre los países pioneros en las llamadas energías renovables, desarrollando con tecnología autóctona la plantación de caña de azúcar –desarrollando el Cerrado– para producir alcoholes sustitutivos de las gasolinas.
Casi medio siglo después la región se encuentra ante una oportunidad energética de dimensión similar. Nos referimos a las reservas de gas natural que Argentina posee en Vaca Muerta (Provincia de Neuquén). Según la Administración de Información Energética (EIA) de Estados Unidos, la formación de esquisto de Vaca Muerta tiene recursos técnicamente recuperables equivalentes a 308 billones de pies cúbicos de gas natural y 16 mil millones de barriles de petróleo. Según información de la misma EIA, el consumo promedio de gas natural para energía eléctrica en Estados Unidos alcanza una media de 30 mil millones de pies cúbicos diarios. Esto significa que, solo con las reservas de Vaca Muerta, Argentina podría abastecer las necesidades de las centrales estadounidenses por más de 25 años.
Hasta hace relativamente poco, este potencial no era más que eso, una oportunidad a realizarse. Sin un gasoducto que lo transportara hacia los centros poblados, las industrias y los puertos, no era rentable extraer gas en una región tan lejana. Pero esto empieza a convertirse en una realidad muy tangible con el avance del Gasoducto, que en su primera etapa prevé un tendido de 573 km entre Tratayén (Neuquén) y Saliqueló (Buenos Aires), incrementando sustancialmente la capacidad de transporte del gas.
En un gesto de alta geopolítica, de mucha significación, hace un par de semanas el gobierno argentino informó que el BNDES de Brasil había comprometido US$ 689 millones para la construcción del segundo tramo del gasoducto. Sería una muestra más de esa tradición de “pragmatismo responsable” que el presidente Getulio Vargas imprimió a la diplomacia brasileña. Y algo que no debería pasar desapercibido ante la intelectualidad económica y política vernácula.
Este gasoducto es una realidad que cambiará la geografía económica de la región. Del mismo modo que antes lo hicieron Volta Redonda, Itaipú, y en nuestra modesta medida, Salto Grande. No nos confundamos, esto no tiene nada que ver con la fantasía de Macri y Vázquez de construir una regasificadora en Uruguay para venderle gas natural proveniente del otro lado del mundo a Argentina. Por favor, pensemos. La oportunidad está a la vuelta de la esquina. No dejemos que nos mareen con historias de Tolkien y fotos de canguros.
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