En un tiempo pasado hubiéramos denunciado la oleada de retroceso proteccionista –cuando la doctrina del libre comercio imponía una globalización a ultranza– con rostro serio y tono indignado. Sin embargo, hoy nos referimos ingeniosamente a un regreso de las “políticas industriales”, una forma algo pudorosa de habilitar a que los Estados protejan de la competencia a una serie de sectores considerados clave en su vida económica. Pero nadie está equivocado. Tras cuarenta años de globalización que están llegando a su fin, se ha creado una enorme riqueza. La brecha entre los países del norte y del sur se ha acortado. Pero como contrapartida, dentro de cada uno de ellos han aflorado desigualdades enormes. A esto se suman una serie de shocks externos –Covid-19, guerra, enfrentamiento sino-estadounidense, regreso de la inflación, energía cara–, que han desencadenado una lenta corrección. “El péndulo de la historia se aleja de la integración económica mundial”, escribe Rana Foroohar, estrella ascendente del análisis macroeconómico del Financial Times. Los Estados ya no se esconden y esto ocurre claramente en al menos dos ámbitos: por todos lados protegen, a escala nacional, una serie de instrumentos de la transición energética; y también protegen ciertos sectores de alta tecnología. Como patrocinador del libre comercio de posguerra, Estados Unidos está dando ejemplo de un renovado proteccionismo. Aprobada en el verano (ndr: boreal) de 2022, la Ley de Chips y Ciencia (CHIPS and Science Act) tiene un doble propósito. Por un lado, esta ley somete a todas las empresas estadounidenses de alta tecnología a obtener una autorización previa de exportación, medida con la cual la administración demócrata pretende retrasar el acceso de China a los semiconductores más sofisticados. Por otro lado, pretende dotar a Estados Unidos –hasta ahora dependiente del exterior, especialmente de Taiwán– de una capacidad de producción autónoma de chips de última generación.
Alain Frachon, en página editorial de Le Monde, Francia
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