El orden jurídico de un país, como todos sabemos, es la totalidad de la normativa que lo rige, que organiza sus instituciones de gobierno y que regula la convivencia de sus habitantes.
La integra un ordenamiento jerárquico de normas que comienza desde la Constitución, sigue con la ley, luego el decreto y el reglamento, de forma descendente hasta la resolución o el más simple acto administrativo.
La Constitución, como norma primaria o fundamental, recoge la formulación de los principios filosóficos que la inspiran y así establece un sistema soberano, republicano, democrático y capitalista.
El texto constitucional está dividido en dos partes: la dogmática y la organizativa.
La organizativa establece la forma de gobierno y el ejercicio del poder, al que legitima en su origen y limita en su ejercicio.
La parte dogmática, que aparece recién en la reforma de 1934, establece los derechos, deberes y garantías de sus habitantes, todos referidos a la forma democrática republicana de gobierno.
Como República dispone un sistema presidencialista atenuado, la división de poderes, la limitación de los mandatos, la responsabilidad de los gobernantes.
Como democracia, hace radicar la soberanía en la Nación, impone la igualdad y la libertad ambulatoria sin restricciones, la de pensamiento, de reunión y asociación, el derecho y la obligación del trabajo y el sufragio universal.
Como sistema capitalista protege la propiedad privada, el derecho de herencia y la libre actividad comercial e industrial.
Las consecuencias de esos principios angulares que vertebran nuestro ordenamiento en un sistema rígido, son obligatorios, inviolables, insobornables, y universales.
Como la soberanía radica fundamentalmente en la Nación, se derivan de ello dos consecuencias fundamentales:
- que ninguno de los principios básicos del sistema puede cambiarse sin el pronunciamiento del pueblo que es el titular de la soberanía;
- que el orden jurídico aprobado por el soberano es impenetrable, o sea que no puede ser sustituido por ningún otro ni en su texto ni en sus fuentes.
Pero dejemos ahora el mundo de los conceptos y vayamos a las realidades.
Pues bien, en el momento actual se habla por doquier de una crisis de las democracias y de los sistemas de partidos. Se mira lo que ha ocurrido en Italia, Francia y España, donde los otrora partidos tradicionalmente poderosos han sufrido la pérdida de numerosos adeptos. En América Latina también ha habido grandes cambios y en algunos casos, si bien se enfrentan dos grandes bloques, en otros hay un proceso de fragmentación y disfunciones inquietantes en el funcionamiento democrático.
Por otra parte, se sostiene que las democracias liberales son generadoras de grandes desigualdades sociales, lo que induce a los políticos a la dura crítica cuando son opositores en la búsqueda del mayor apoyo electoral. El contexto económico impacta a nivel político y ante el aumento de la insatisfacción social, la estrategia es polarizar el discurso para lograr el apoyo de los ciudadanos descontentos, aún a costa del perjuicio nacional.
En nuestro Uruguay, es ostensible el abandono de principios sillares de nuestro ordenamiento jurídico, en el que incurren los propios jueces, adoptando fuentes creadoras de derecho penal ajenas a lo que dispone nuestra dogmática, o sea nuestra ley.
Ya se perfilaban algunos trabajos de doctrina que más allá del “delito de subsistencia”, es decir el famoso ejemplo del hurto de pan, demostraban esfuerzos por consagrar la inculpabilidad de quienes no tenían por qué respetar las leyes de una sociedad que los excluía, bajo el engañoso acápite de “un concepto democrático de la culpabilidad “.
Luego el triunfo del Frente Amplio dejó como herencia una seria politización de la justicia, que comenzó a mostrar a sus jueces como actores políticos, lo que hoy es evidente.
De esa forma, nuestro orden jurídico dejó de ser impenetrable y hoy es vulnerado con normativas surgidas de foros internacionales o por la costumbre internacional (jus cogens) que sirven de fundamento a sentencias que reciben la imprescriptibilidad sancionada con posterioridad a los hechos o la aplicación retroactiva de una nueva figura penal.
Ese descaecimiento del orden jurídico es groseramente lesivo para nuestra soberanía, cuya intangible grandeza se desconoce.
De la misma forma una ley que se lleva por delante a dos plebiscitos, que son institutos de democracia directa que ejercita para pronunciarse nada menos que el pueblo, titular de la soberanía como Cuerpo Electoral, no pueden ser derogados por una simple ley aprobada por apenas una mayoría de representantes, que es por tanto de notoria inferior jerarquía en nuestro Orden Jurídico.
Sin embargo, la Suprema Corte, en fallo que recordará la historia, no la declaró inconstitucional y sigue vigente.
Lo que precede refiere a nuestro orden jurídico interno, que no es ajeno a lo que ocurre en el Orden Jurídico Internacional, donde se observa una situación paradojal. Lo que se llama Derecho Internacional Público regido por los organismos internacionales y en particular por la ONU, demuestra su descomunal fracaso pues es incapaz de evitar o impedir la guerra por el reclamo territorial que ha desatado brutalmente Rusia contra un país independiente como Ucrania. Sin poder de coacción, el organismo fundado por “Nosotros los pueblos…”, con el objetivo de prevenir los conflictos bélicos futuros, pero condicionada su acción por el poder de veto de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, se limita a aplicar sanciones económicas o morales demostrando su inutilidad y obsolescencia. En definitiva, viene a ser una especie de Tribunal romántico, sin poder efectivo para hacer cumplir sus Resoluciones y someter a su autoridad a los países que lo integran. Lo que nos hace recordar que, como dice Kelsen en su Teoría Pura, despojado de todas sus vestiduras el derecho no existe sin la coacción.
Pero, a la vez, se advierte un permisivo debilitamiento de principios que se consideraban intocables para garantizar la soberanía e independencia de las naciones como son los principios de autodeterminación y de no intervención, que siempre han operado como freno a las intromisiones indebidas.
Al parecer, por la vía de la protección de los derechos humanos, cuya violación ha ocurrido por lo general, como consecuencia de levantamientos de grupos guerrilleros contra gobiernos democráticos, se horadan las soberanías nacionales e imponen sentencias de condena reparatorias, fraguadas en organismos internacionales sin legitimidad para imponerlas, como ha ocurrido en nuestro país.
Siendo ese el innegable panorama, nos preguntamos qué autoridad tiene la Corte Interamericana de DD.HH. para imponernos sus condenas, para legislar dentro de nuestro Uruguay, violando la Constitución, si no es porque existe el sumiso acatamiento de nuestras autoridades y de nuestra justicia, lo que significa una clara abdicación de nuestra soberanía.
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