El fallecimiento del papa Benedicto XVI provocó reacciones de tristeza por el grande que se fue y de alegría por el santo que probablemente esté en el Cielo. Otras como la del Sr. Leonardo Boff en un artículo titulado “Benedicto XVI – Un papa de la vieja cristiandad”, no han sido muy “tiernas” que digamos.
A principios de los ´80, el P. Leonardo Boff publicó un libro (“Iglesia: carisma y poder”) que contenía serios errores sobre la fe católica, sus dogmas y el poder sacro. Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, le dio la oportunidad de retractarse de sus errores. Boff no lo hizo y las reservas de la Congregación con respecto al libro se publicaron. A partir de ahí Boff consideró a Ratzinger su “enemigo”.
En el artículo citado, Boff le reprocha al “teólogo Ratzinger”, que “no fue un creador, sino un eximio expositor de la teología oficial”: ¿qué más podía hacer un hombre cuya misión era custodiar y transmitir fielmente la sana doctrina predicada por Nuestro Señor Jesucristo? A Ratzinger jamás le interesó la novedad: su único interés fue cooperar con la verdad.
A continuación, Boff opina que “Benedicto XVI alimentaba el sueño de recristianizar Europa bajo la hegemonía de la Iglesia católica”. Parece un sueño muy similar al que tuvo Pedro cuando el Señor le ordenó: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt, 28, 19). En tiempos de Pedro, los cristianos eran aún menos numerosos en Europa que en la actualidad. Les llevó siglos construir la Cristiandad, pero lo hicieron. ¿Por qué no construir una Cristiandad mejor que la anterior? Es posible, si el Señor lo quiere y los fieles son receptivos a la gracia.
Boff –incapaz de evitar el comentario autorreferencial– recuerda más adelante la “polémica interminable que tuvo conmigo”. Se equivoca, porque Ratzinger no polemizaba con las personas, sino con las ideas. Combatía el error, viniera de donde viniera, se llamara Boff, Küng o Maciel. Su deber como prefecto y como papa era defender la fe de la grey que el Señor le encomendó.
Luego, Boff critica a Benedicto XVI por afirmar que “la Iglesia católica es la Iglesia de Cristo”. Olvida que fue a Pedro a quien dijo el Señor: “Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt. 16, 18). No fue a Lutero, ni a Calvino, ni a Enrique VIII de Inglaterra. Y lo repitió el Concilio Vaticano II –y lo reafirmó la Dominus Iesus–, cuando dijo la Iglesia católica “considera con sincero respeto” a las demás religiones, pero “ella anuncia y tiene la obligación de anunciar a Cristo, que es camino, verdad y vida”. Es en Ella donde está la verdad plena y solo desde la verdad puede partir un sano diálogo ecuménico.
Boff también se queja de que Ratzinger “entendió la Iglesia como una especie de castillo fortificado contra los errores de la modernidad, colocando la ortodoxia de la fe, ligada siempre a la verdad, como referencia principal”. De nuevo, Ratzinger no hizo más que cumplir con su deber, al denunciar los gravísimos errores de la modernidad y rechazar los intolerables errores propalados por el marxismo, la teología de la liberación y el relativismo, entre otros. Si la doctrina católica no cambia, no es por capricho de un papa o de un funcionario vaticano: es porque pertenece a Jesucristo.
Cuando Boff critica “la vieja doctrina medieval superada por el Concilio Vaticano II, según la cual ‘fuera de la Iglesia católica no hay salvación’”, olvida que la Lumen Gentium (14) dice: “El Santo Concilio basado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación”. Es doctrina de siempre, ratificada –no cambiada ni superada– por el Concilio Vaticano II.
Es cierto que Ratzinger no tenía el mismo carisma de Juan Pablo II. Pero se encargó de problemas gravísimos como los abusos, la corrupción y la disciplina, y de mantener –como dice Boff–, “el celo vigilante de las verdades de la fe”.
Boff termina acusando a Benedicto de carecer de la “apertura al mundo” y de la “relación de ternura para con el pueblo cristiano” que caracterizan al papa Francisco. Pero una apertura sin verdad lleva al relativismo. Y la ternura es para el que yerra, no para el error. En esto, Benedicto XVI fue ejemplar: intransigencia con el error y benevolencia con el que yerra. Incluso con quienes lo veían como enemigo.
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