En una carta fechada en Roma en 494, enviada por el papa Gelasio I al emperador Anastasio I de Constantinopla, el pontífice enuncia la que luego sería conocida como la “doctrina las dos espadas”: “No hay solo un poder para gobernar el mundo, sino dos. Sabemos, desde que el Señor transmitió a sus apóstoles la misteriosa información después de la Última Cena, que las “dos espadas” que le acababan de entregar eran ‘suficientes’” (Lucas 22, 38).
Para el papa Gelasio I, esas dos espadas representaban el poder espiritual y el poder secular. Él no veía esos poderes como antagónicos, sino como complementarios, aunque la primacía se la daba al poder espiritual. Esta doctrina marcó la relación entre la Iglesia y el Estado por más de 600 años y sentó las bases de la soberanía de la Iglesia: no es el Estado quien manda sobre la conciencia de los católicos; es la Iglesia quien vela por las almas de sus fieles. El gradual desarrollo de las democracias occidentales no se entiende sin este precedente.
Naturalmente, la relación entre el poder temporal y el poder espiritual nunca estuvo libre de tensiones; pero no estaba previsto un “divorcio” en tan malos términos como el que se dio entre la Iglesia y el Estado. Porque si bien es cierto que nuestro Señor Jesucristo dijo “Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios” (Mt., 22, 21), esto que algunos interpretan como un mandato de separación, en realidad, un mandato de unión, pues ambos mandatos particulares están unidos por la conjunción “y”. No se trata, por tanto, de dar lo debido a uno o a otro, sino de que cada hombre le dé a Dios y al Estado lo que en justicia le corresponde. Priorizando los deberes para con Dios Creador y cumpliendo por amor a Él, los deberes para con la comunidad política –para con el prójimo– representado por “el César”. Es decir, por el Estado.
Tras haberse “sacado de arriba” al poder espiritual de la Iglesia –y al ser necesario que alguien lo asuma, pues la dimensión espiritual del hombre es innegable–, muchos Estados modernos pretenden ejercer ese poder sobre las conciencias de sus ciudadanos. ¿Cómo? Auspiciando la difusión de ideologías enlatadas y agendas globales que procuran imponer en todo el mundo una moral alternativa –relativista–, elaborada en escritorios de magnates con ínfulas mesiánicas y, por supuesto, contraria a la ley natural: a lo que conviene a la naturaleza humana.
Hoy, parece que el mundo entero está aceptando más o menos pasivamente –sobre todo tras el “amansamiento” de la “pandemia”–, la arbitrariedad de un poder secular que se cree omnipotente y que cede a esa tentación totalitaria que parecía haber sido superada tras las sucesivas derrotas del nazismo y el comunismo soviético.
Por eso el cardenal Ratzinger dijo en Subiaco en 2005: “El contraste que caracteriza el mundo de hoy no es el de las diferentes culturas religiosas, sino el de la emancipación radical del hombre de Dios, desde las raíces de la vida, por un lado, y las grandes culturas religiosas por el otro. Si llegamos a un choque de culturas, no será por el choque de las grandes religiones –que siempre han luchado entre sí pero que, al final, también siempre han sabido convivir entre sí–, sino que será por la separación entre esta emancipación radical del hombre y las grandes culturas históricas”.
En una palabra, el choque de civilizaciones, no proviene hoy del enfrentamiento entre distintas religiones –que desde los tiempos de la Reconquista española han logrado convivir– sino del enfrentamiento entre los que, negando a Dios, procuran imponer su ideología a quienes tenemos un sentido trascendente de la vida. Por supuesto, lo ideal, sería vivir en un mundo en el que los Estados volvieran a respetar la primacía de la única religión verdadera y aceptaran humildemente su autoridad moral. Pero la realidad dista mucho de la situación ideal.
Los hombres de hoy no tenemos alternativa: o rechazamos la fe de nuestros ancestros y nos sumamos al “espíritu del mundo”, cedemos ante lo políticamente correcto y abrazamos la nueva “ética” planetaria, hegemónica, relativista y antirreligiosa proclamada por la ONU y por buena parte de los gobernantes de turno; o afilamos la espada que nos queda y resistimos, en defensa de la verdad, del respeto a la ley natural, de la libertad y de la fe que recibimos en herencia. Hasta que pase la crisis actual y se reconcilien las dos espadas, no parece haber otra alternativa.
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