Dada la naturaleza ridículamente elitista de esta reunión, parece natural que la organización se haya convertido en objeto de todo tipo de teorías conspirativas sobre sus supuestas malévolas intenciones y agendas secretas ligadas a la idea del “gran reseteo” (Great Reset). En realidad, no hay nada conspirativo en el Foro Económico Mundial (WEF), en la medida en que las conspiraciones implican secretismo. Al contrario, el WEF –a diferencia de, por ejemplo, el Bilderberg– es muy explícito sobre su agenda: incluso es posible seguir sus sesiones en directo a través de Internet. Fundado en 1971 por el propio Schwab, el WEF está “comprometido con la mejora del mundo a través de la cooperación público-privada”, también conocida como gobernanza multilateral. La idea es que la toma de decisiones a escala mundial no quede en manos de los gobiernos y los Estados-nación –como en el marco multilateral de posguerra consagrado en la ONU–, sino que se impliquen en ella toda una serie de partes interesadas no gubernamentales: organismos de la sociedad civil, expertos académicos, personalidades de los medios de comunicación y, lo que es más importante, empresas multinacionales. Según sus propias palabras, el proyecto del WEF consiste en “redefinir al sistema internacional como constitutivo de un sistema más amplio y polifacético de cooperación global en el que los marcos jurídicos y las instituciones intergubernamentales estén integrados como un componente central, pero no como el único y a veces tampoco como el más crucial”.
Aunque esto pueda sonar relativamente inocente, resume perfectamente la filosofía básica del globalismo: aislar a los responsables de las políticas de las instituciones democráticas, transfiriendo el proceso de toma de decisiones de los niveles nacional e internacional, donde los ciudadanos teóricamente pueden ejercer algún grado de influencia, al nivel supranacional, colocando a un grupo autoseleccionado de “partes interesadas” –no electas y que no rinden cuentas, principalmente empresas– a cargo de las decisiones globales relativas a todo, desde la energía y la producción de alimentos hasta los medios de comunicación y la salud pública. La filosofía antidemocrática que subyace es la misma del enfoque filantro-capitalista de personajes como Bill Gates, socio del WEF desde hace mucho tiempo: que las organizaciones sociales y empresariales no gubernamentales son más adecuadas para resolver los problemas mundiales que los gobiernos y las instituciones multilaterales. No hace falta recurrir a teorías conspirativas para afirmar que es mucho más probable que la agenda del WEF esté diseñada a la medida de los intereses de sus financiadores y miembros del consejo de administración –las élites empresariales y ultra-ricos del mundo– en lugar de para “mejorar el estado del mundo”, como proclama la organización. Quizá el ejemplo más emblemático de este afán globalizador sea el polémico acuerdo de asociación estratégica que el WEF firmó con la ONU en 2019, y que muchos consideran que ha arrastrado a la ONU a la lógica de cooperación público-privada de esta organización. Según una carta abierta firmada por más de 400 organizaciones de la sociedad civil y 40 redes internacionales, este acuerdo representa una “preocupante captura de la ONU por parte de las corporaciones, moviendo al mundo peligrosamente hacia una gobernanza global privatizada”. Las cláusulas de la asociación estratégica, señalan, “prevén de hecho que los líderes empresariales se conviertan en ‘asesores silenciosos’ de los jefes de los departamentos del sistema de la ONU, utilizando sus contactos privados para abogar por ‘soluciones’ lucrativas basadas en el mercado a los problemas mundiales, al tiempo que socavan las soluciones reales basadas en el interés público y en procedimientos democráticos transparentes”.
Hay una razón por la que los gobiernos parecen a menudo estar tan dispuestos a seguir adelante con las políticas promovidas por el WEF, incluso frente a la oposición generalizada de sus ciudadanos, y es que a lo largo de los años la estrategia del WEF no solo ha consistido en quitarle poder a los gobiernos, sino también en infiltrarse dentro de ellos. El WEF ha logrado esto en gran medida a través de un programa conocido como la iniciativa Jóvenes Líderes Globales (YGL, por sus siglas en inglés), destinada a formar a los futuros líderes mundiales. Lanzada en 1992 (cuando se llamaba Líderes Mundiales para el Mañana), la iniciativa ha engendrado a muchos jefes de Estado, ministros de gobierno y líderes empresariales alineados con la globalización. Tony Blair, por ejemplo, participó en el primer evento, mientras que Gordon Brown asistió en 1993. De hecho, su primera promoción estaba repleta de otros futuros líderes, como Ángela Merkel, Víctor Orbán, Nicholas Sarkozy, Guy Verhofstadt y José María Aznar. En 2017, Schwab admitió haber utilizado a los Jóvenes Líderes Globales para “penetrar los gabinetes” de varios gobiernos y añadió que en 2017 “más de la mitad” de los miembros del gabinete del primer ministro canadiense, Justin Trudeau, habían formado parte del programa. Más recientemente, tras la propuesta del primer ministro holandés, Mark Rutte, de recortar drásticamente las emisiones de nitrógeno en línea con las políticas “verdes” inspiradas por el WEF, lo que provocó grandes protestas en el país, los críticos llamaron la atención sobre el hecho de que, además de que el propio Rutte mantiene estrechos vínculos con el WEF, su ministra de Asuntos Sociales y Empleo fue elegida Joven Líder Global del WEF en 2008, mientras que su vice primera ministra y ministra de Finanzas, Sigrid Kaag, es colaboradora de la agenda del WEF. Por otra parte, el ex primer ministro de Sri Lanka Ranil Wickremesinghe –que el año pasado se vio obligado a dimitir tras una revuelta popular contra su decisión de prohibir los fertilizantes y pesticidas en favor de alternativas orgánicas y “respetuosas con el clima”– también era un miembro devoto y colaborador de la agenda del WEF. En 2018 publicó un artículo en el sitio web de la organización titulado: “Así es como haré rico a mi país en 2025” (tras las protestas, el WEF retiró rápidamente el artículo de su sitio web).
En definitiva, no se puede negar que el WEF ejerce un inmenso poder y que ha cimentado el dominio de la clase capitalista transnacional a un nivel nunca visto en la historia. Pero es importante reconocer que su poder no es más que una manifestación del poder de esa “superclase” a la que representa, un grupo minúsculo que, según los investigadores, no supera las 6.000 o 7.000 personas y que, sin embargo, es más poderoso que cualquier otra clase social que el mundo haya jamás conocido. Samuel Huntington, a quien se atribuye haber acuñado el término “hombre de Davos”, sostenía que sus miembros “tienen poca necesidad de una lealtad nacional, consideran las fronteras nacionales como obstáculos que afortunadamente van desapareciendo y consideran a los gobiernos nacionales como residuos del pasado, cuya única función útil es facilitar las operaciones de la élite global”.
Thomas Fazi, en Unherd
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