La verborragia de Daniel Martínez en estas últimas semanas deja entrever algunos rasgos un poco preocupantes en un candidato a la presidencia. De pronto decidió incursionar en la crisis del 2002, evidenciando en el proceso una escasa comprensión de las causas de este fenómeno que afectó severamente a toda la sociedad. Su visión se ha nublado a tal punto que no logra percibir las similitudes de la situación económica que deja el gobierno actual, con aquella de fines del 2001, en los albores de la crisis. Este liderazgo de espejo retrovisor no aparenta ser el adecuado para enfrentar los tiempos que se vienen.
El candidato del Frente Amplio evidencia una concepción ptolemaica del mundo y de la economía, tan determinista como errada. A pesar de su formación académica y su vasta experiencia, no ha advertido todavía que la economía funciona de forma más cercana a la mecánica cuántica que al determinismo de la mecánica clásica. La incertidumbre es parte del sistema, y los fenómenos sociales no se pueden replicar exactamente como en un laboratorio de física. Es la incertidumbre que tiene un vecino que no sabe si ese día la IMM va a recoger la basura o no, o un chofer, que ya no solo no sabe el tiempo que le llevará recorrer un trayecto, sino que se le agrega la incertidumbre sobre el trayecto mismo.
Martínez no navega bien en un mundo de incertidumbre y eso lo asusta, cosa que expresa con total transparencia. Se equivoca al proyectar esos temores en su rival y no ubicarlos en el grave deterioro económico y de valores que sufre nuestro país en la actualidad.
Si la dependencia con Argentina tenía un fundamento geográfico y profundas raíces históricas, el error quizás fue creer en un proyecto de Uruguay plaza financiera que dejó a nuestro sistema financiero demasiado vulnerable a los shocks provenientes del vecino país.
Lo llamativo del gobierno del Frente Amplio fue que sometió a Uruguay a nuevas relaciones de dependencia de forma totalmente voluntaria e innecesaria. El caso más reciente y notado se refiere a las múltiples concesiones, subsidios y capitulaciones otorgadas a UPM para la construcción de su segunda planta en el Río Negro.
Pero las claudicaciones comenzaron apenas se inició el gobierno en marzo de 2005, con la firma de una serie de acuerdos con el gobierno de Venezuela. Entusiasmados con la billetera del presidente Chávez, nuestros gobernantes convirtieron de hecho a ANCAP en una subsidiaria de PDVSA, y el resultado fue que la empresa estatal perdió la independencia que tenía hasta ese momento de negociar el petróleo en los mercados internacionales. Condicionada a comprar un crudo de menor calidad, debió realizar inversiones millonarias para desulfurizarlo, no sin antes haber destrozado una parte importante de los motores diesel del aparato productivo nacional.
Los perjuicios que ANCAP sufrió a raíz de estos vínculos han sido muy bien documentados en los últimos años.
De esos acuerdos con Venezuela también surgió el fondo Bolívar-Artigas. Se trata de un mecanismo mediante el cual parte de los fondos que ANCAP debía transferir a Venezuela por compras de crudo se depositaban en el BROU en una suerte de cuenta. Desde allí presumiblemente se pagaba a exportadores uruguayos por envíos de productos a Venezuela. Si la motivación del acuerdo era ayudar a los gravemente afectados exportadores agroindustriales a encontrar nuevos mercados, las fuerzas gravitacionales del dinero venezolano no tardaron en hacerse sentir por otros rincones del poder. Rápidamente se individualizaron “oportunidades” de venta de otros productos, entre ellos el software. Es así que este fondo terminó siendo utilizado por unos pocos en beneficio propio. Ningún productor agropecuario vio un dólar proveniente de este fantástico acuerdo con Venezuela.
Estos vínculos económicos con Venezuela se fueron propagando y tomaron una dimensión tal que llegaron al extremo de condicionar la independencia de nuestro gobierno para decidir su posicionamiento internacional. Para ese entonces, la trama de vínculos y negocios era tan compleja que empezaron a surgir dudas sobre la independencia de decisión de nuestras autoridades.
Llegó el momento que Uruguay recupere su soberanía, y que los ministros y legisladores puedan tomar decisiones libremente y buscando los mejores intereses de los uruguayos. Solo por esto se justifica el cambio.