Teníamos que inclinarnos a un lado o a otro si no queríamos ser aplastados. Antes o después, uno de los dos grupos intentaría tener de su parte el potencial alemán… solo quedó una vía para salvar nuestra libertad política, nuestra libertad personal, nuestra seguridad, nuestra forma de vida, desarrollada desde hacía muchos siglos, y que tenía como base un concepto cristiano y humano del mundo: una firme conexión con los pueblos y países que tengan las mismas opiniones que nosotros sobre Estado, Persona, Libertad y Propiedad
Konrad Adenauer, Memorias, 1945-1953, Madrid 1967, 91.
El 18 de abril de 1951 se firmaba el Tratado de París que formalizaba la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) que entró en vigor al año siguiente.
Podemos decir que aquello fue el logro de hombres superiores, decididos a superar los errores del ominoso Tratado de Versalles de 1919, cuyo resultado ya el General francés Foch había anunciado con proféticas palabras: ” Esto no es un tratado de paz sino apenas una tregua de 20 años ” En cambio en esta otra oportunidad, ( 20 años después) también demoledora de la estructura europea, fue decisivo el espíritu de grandeza del ministro de relaciones exteriores de Francia, Robert Schumann, de convicciones profundamente cristianas -al día de hoy está siendo beatificado por la Santa Sede- que en su discurso del 9 de mayo de 1950, proponía la creación de una Comunidad Europea del Carbón y del Acero, los cimientos de la actual Unión Europea. (Seis fueron los países fundadores: Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos).
El nacimiento de la Unión Europea fue inequívocamente la obra de estadistas de una activa militancia cristiana, como Jean Monnet, Konrad Adenauer, Charles De Gaulle, Alcide De Gasperi y una pleyade de seguidores que se propusieron extirpar de raíz, las causas de verdaderas guerras civiles, que sólo apuntaban a debilitar a Europa.
Qué lejos estamos de la realidad actual, con su pretensión de negar la identidad de ese mundo que dio nacimiento a la Civilización!
Al unir y fusionar las industrias siderúrgicas de las potencias más importantes de Europa continental, no solo se reducía cualquier posibilidad de conflicto bélico entre las naciones suscriptas, sino que de algún modo se avanzaba en una línea política que pretendía superar el nacionalismo como forma y pensamiento político, especialmente en Alemania. Al mismo tiempo, fue imprescindible para los angloamericanos edificar una estrategia que posibilitase una rápida reactivación económica con una política consolidada a gran escala que alejase, sobre todo, el incierto panorama que se avistaba en el este europeo.
Los años pasaron y, 50 años después, al momento de expirar la CECA, la Unión Europea tal como la conocemos hoy estuvo pronta a nacer. Se estableció en primer lugar la unidad monetaria entre los años 1999 y 2002, y consignó su propia personalidad jurídica internacional con el Tratado de Lisboa en 2007 que entraría en vigor a partir del año 2009. Desde entonces la Unión Europea tiene la facultad de firmar tratados internacionales. Sin embargo, un hecho que cabe destacar es que Inglaterra, sabedora de los riesgos que conllevaba la adopción del euro, mantuvo la libra como moneda nacional para su propia política doméstica, aunque fue parte de la Comunidad hasta el año 2020.
La cuestión europea
Así, el siglo XXI marcó el inicio de una nueva era geopolítica para el continente europeo, en la que los países miembros de la Unión Europea fueron relegando parte de su soberanía nacional, frente a un ordenamiento y un gobierno paneuropeo.
Desde entonces surgió en Europa una cuestión que divide aguas: ser europeístas o ser soberanistas. Las voces de un lado y de otro colisionan, no solo en los espacios o despachos gubernamentales, sino también en las calles de París, Barcelona, Madrid, Roma, pronunciándose sobre la unidad monetaria regulada por el BCE (Banco Central Europeo), el endeudamiento público, el problema de la llegada masiva de refugiados e inmigrantes ilegales.
Además, desde la pandemia y con la posición activa de Europa en el conflicto ruso-ucraniano, crece el debate respecto a la toma de decisiones que se ejerce desde los órganos de gobierno de la Unión Europea. Estos adquieren mayores poderes y áreas de influencia que limitan cada vez más el movimiento de los gobiernos nacionales, lo que no es bien visto por gran parte de la ciudadanía de a pie. Para entender el descontento social y considerar con acierto el dilema del futuro próximo de Europa, basta ver la última protesta masiva de trabajadores realizada hace pocos días en contra de la reforma jubilatoria presentada por el presidente Emmanuel Macron y la consecuente represión ejercida por el gobierno, o las protestas llevadas a cabo en Barcelona en plena pandemia que culminaron en el derribamiento con proyectiles de un helicóptero de la policía nacional que sobrevolaba a los manifestantes.
La lista de conflictos sociales que se han sostenido durante estos últimos dos años en el viejo continente es larga y en el horizonte cercano no parece verse una pronta solución que contemple los intereses de la población.
Soberanistas, los malos de la película
En un mundo que se construye y se representa mediáticamente, la realidad parece algo tan manipulable como un film de Hollywood. De ese modo, el lobby de los medios de comunicación, que hoy no solo abarca los medios tradicionales escritos y televisivos, sino también las plataformas y aplicaciones digitales, viene ejerciendo una influencia determinante en el comportamiento y en el imaginario del público y los usuarios. Así se ha edificado en la opinión pública una imagen de buenos y malos tanto en Europa como en Estados Unidos, pudiéndose establecer dos categorías bien definidas y en constante pugna: los globalistas (proglobalización), que serían los buenos, versus los soberanistas que son identificados como los malos de este “western” mundial. Durante su mandato, Donald Trump denunció en numerosas ocasiones que el “globalismo” se había convertido en un obstáculo para el Estado-nación, ya que la globalización en el sentido en que se viene aplicando favorece principalmente los intereses de una elite económica cuyo caudal monetario ha crecido tanto en la última década que excede con creces el poder económico de muchos Estados.
Obviamente el europeísmo es de cuño globalista y su cara más visible en el marco político es el Grupo del Partido Popular Europeo al que pertenece Úrsula von der Leyen, por ejemplo. De hecho, fue ella la candidata natural de Emmanuel Macron para suplantar a Jean Claude Juncker en la presidencia de la Comisión Europea. En aquella votación en 2019, el presidente francés declaró ante el Parlamento europeo (sin ocultar su soberbia) y, dirigiéndose al primer ministro húngaro Viktor Orbán y al ministro del Interior de Italia, Mateo Salvini –ambos soberanistas–, dijo: “Si han querido ver en mi persona a su principal opositor, están en lo cierto”. Desde entonces Úrsula von der Leyen ha tenido el rol protagónico de impulsar la nueva fase de la Unión Europa, declarando en aquella ocasión: “El nacionalismo quiere destruir Europa” (El Mundo, 30-12-19).
Así se ha instalado un nuevo maniqueísmo, no ya Oriente vs Occidente, cristianismo vs islam, comunismo vs capitalismo, sino que hoy el enfrentamiento se establece entre la ideología de la globalización y el de la soberanía nacional. La primera incluye la nueva agenda de derechos que pone énfasis en los dilemas identitarios de los individuos y no en sus verdaderos problemas sociales y económicos como vivienda, educación, salud y trabajo. Al mismo tiempo, se inculca la idea de que el Estado y las fronteras nacionales son un obstáculo para el desarrollo económico.
Ahora bien, si analizamos la sucesión de hechos que de algún modo han generado un descontento social en la Unión Europea, hallaremos que las razones que casi llevan a ganar las elecciones a Marine Le Pen, o las que llevaron a Giorgia Meloni a ganar las elecciones de Italia el año pasado, ambas soberanistas, son casi las mismas. En los dos casos, la ciudadanía se expresó principalmente en contra de las medidas tomadas en torno a la inmigración. Desde 2015, el fenómeno se ha convertido en un serio problema y se remonta a la crisis humanitaria provocada por los conflictos bélicos iniciados en el año 2011 en Siria y Libia. También se ha expresado contra el manejo de la pandemia y las medidas anticovid que paralizaron a Europa y que tuvieron un efecto determinante en la toma de decisiones nacionales. Y, además, lo ha hecho contra el involucramiento cada vez más activo de Europa en la guerra ruso-ucraniana.
Frente a las verdaderas necesidades de la ciudadanía, el envío de armas a Ucrania y las sanciones impuestas a Rusia que tienen finalmente un efecto devastador sobre la economía de los países del sur de Europa, el incendio parece propagarse y salirse de control. En esa línea, bajo el liderazgo de Emmanuel Macron y Úrsula von der Leyen, el flamante Fondo Europeo de Recuperación, NextGeneration UE, tiene el objetivo de echar agua sobre el fuego.
La finalidad de este fondo es financiar la nueva reestructuración de Europa, consolidando no solo la unidad política de la Unión Europea a través de dinero otorgado mediante préstamos y subvenciones a los Estados miembros, sino también promoviendo la transformación de la matriz energética, realizando una campaña mediática con la que se quiere hacer creer a la gente que la energía atómica ahora es una energía verde y renovable. En este sentido, los países de sur de Europa, que han sido los más afectados por la pandemia y la inflación, se han visto en la necesidad de adherirse a esta propuesta, aunque signifique continuar delegando parte de la soberanía nacional.
Sin embargo, no parecen mermar las aspiraciones soberanistas de la ciudadanía que ve cómo se disipa su participación e incidencia en los asuntos de la república, aunque campañas mediáticas incentiven lo contrario. Porque en definitiva lo que está en juego en Europa es quién toma las decisiones.
Y mientras todo esto ocurre, el 24 de enero del 2023 Alemania y la UE dieron un gran paso por el medio ambiente, autorizando finalmente la venta de larvas de gusano y grillos que pueden venderse como alimento a la población. Para muchos europeos, la idea de comer estas criaturas no es precisamente atractiva.
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