Gunnar Myrdal advertía en su discurso de aceptación del premio Nobel de Economía en 1975 sobre los peligros de una “euforia tecnocrática”. En esa época el mundo enfrentaba la crisis del petróleo que venía provocando graves consecuencias para la producción agrícola en los países subdesarrollados. Los precios de los fertilizantes se habían disparado debido a la suba en el precio del petróleo, dejando en evidencia los límites de una “revolución verde” sobre la cual los políticos habían depositado indebido optimismo. Las nuevas variedades de cultivos de alto rendimiento eran más intensivas en la utilización de agua y fertilizantes, por lo que, bajo esas especiales circunstancias, el impacto favorable de las nuevas semillas quedaba acotado.
Tan grande era el progreso material alcanzado por Occidente durante el período de posguerra, que el Estado burocrático sobreestimaba enormemente su capacidad de resolver cualquier problema. Pero si la estanflación que siguió a la crisis del petróleo dio por tierra con la idea de un Estado con tantas perillas como tecnócratas, la reacción neoliberal terminó por crear problemas aún más profundos, limitando fuertemente el poder y la voluntad de los Estados de incidir en la economía.
Si la pérdida de poder de los Estados hubiera sido en favor de ese tipo de mercado ideal descrito en los libros de texto, no hubiera sido un gran problema ya que el poder económico quedaría diluido entre un amplio número de empresas compitiendo entre ellas. Pero tras cuatro décadas de experimentar con este modelo, el resultado concreto es que el Estado abdicó de su poder en favor de un número cada vez más reducido de grandes empresas que ejercen su poder oligopólico sin remordimientos ni consideración por los más desprotegidos, sometidos a un brutal ejercicio de captura de rentas. Los ciudadanos pasaron a convertirse en consumidores y, con un Estado cada vez más ausente, el mercado pasó a ser la nueva religión. Esto último explica por qué, aún con la posibilidad de intervenir en la economía, muchos gobiernos exhiben una suerte de autocensura que algunos confunden con falta de rumbo, pero que en realidad guarda más relación con el temor a incurrir en ese pecado capital de intervenir en los “mercados”.
Pero como en los hechos no existe un mercado genuino, ni de pasta de dientes, ni de medicamentos, ni de prácticamente nada de lo que consumimos, esta abdicación de poder económico por parte del Estado deja a los ciudadanos como patitos flotando para provecho del oligopolio de turno.
Hoy nuestro país se enfrenta a una sequía que apunta a ser la peor de la que tengamos memoria. Dejemos a un lado por el momento que se trata del tercer episodio seguido de este fenómeno sin que se conozca ninguna acción sustancial por parte del Estado. Es verdad que el Gobierno anterior nos dejó una ley de riego que hasta ahora no se ha reglamentado. También que en la página del Ministerio de Ganadería pueden encontrarse proyectos en cartera para las cuencas del Río San Salvador, el Río Arapey y el Río Yí.
Pero esto ya es cosa del pasado y hoy debemos fijar la mirada en nuestro futuro. Después de todo, para atrás siempre podremos echarle la culpa a la pandemia, artilugio considerado válido por el oráculo de Davos; ¡y seguramente hasta certificado por los estándares ESG! Pero no debemos ser ingratos, después de todo nuestro gobierno evitó encerrarnos, desobedeciendo las instrucciones que llegaban desde la OMS.
Si repasamos el paquete de medidas para hacer frente a la sequía, podemos concluir que la mayoría de ellas son de naturaleza financiera, extendiendo los plazos para el pago de créditos, consumos y tributos estatales. El BROU ofrece todo tipo de líneas para asistir a los productores en esta delicada situación, pero la realidad es que la gran mayoría ya estaban disponibles bajo una u otra modalidad. Sin dudas los criterios se han flexibilizado y la organización del banco estatal se esfuerza para contactar rápidamente a aquellos afectados. Pero la acción del BROU no es resultado de una política, sino de un banco estatal que actúa con buenos reflejos para la misión para la que fue creado por el presidente Idiarte Borda, venciendo en el proceso las resistencias de un regulador que algunas veces pareciera ser un mero observador de ovnis.
La verdad es que son escasas las medidas de naturaleza económica que el gobierno ha puesto a jugar en esta grave circunstancia. A nadie se le ha ocurrido hasta ahora –salvo, claro está, a La Mañana– la posibilidad de redirigir, aunque sea parte de los subsidios fiscales a los supermercados hacia los pequeños productores afectados, en lo que supondría un mínimo ejercicio de corrección a las regresivas políticas fiscales impuestas por el astoribergarismo, lamentablemente reforzadas por los inquilinos actuales de Colonia y Paraguay. Mucho menos pensar en precios mínimos para los productos de la granja, o protecciones ante los abusos de la gran distribución. Por el contrario, los fondos de apoyo a la granja se reducen año a año, tendencia que va en la dirección contraria a la que asumen la mayoría de los gobiernos preocupados por la seguridad alimentaria de sus ciudadanos.
La única excepción a este perillero reducido –además del BROU– es la del Ejército Nacional, cuyos efectivos, con escasos recursos materiales, hacen frente a la emergencia como dignos soldados con estoicismo. No cumplen horario, no marcan tarjetas y a pesar de que sufren un permanente hostigamiento, la Institución y los soldados responden. Lejos de lamentarse, salvaguardan al futuro de los uruguayos, accionando quizás esa única pero potente perilla con que cuentan: la voluntad de combatir en defensa de la Nación uruguaya. ¡Gracias Ejército Nacional!
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