Todos conocemos esa canción que empieza: Granada tierra ensangrentada por tardes de toros… Y termina: Granada, tu tierra está llena, de lindas mujeres de sangre y de sol. Una canción que Agustín Lara escribió para Pedro Vargas y que, pese a su incorrección política, la siguen cantando Plácido Domingo, Carreras y Bocelli. Una canción que desde setiembre de 1997 es el Himno Oficial de esa ciudad.
La canción celebra las corridas de toros, una actividad que en este apacible rincón de Hispania que es Uruguay, fue prohibida en reiteradas ocasiones hasta erradicarla totalmente. De los circos importantes solo queda el coso de Colonia como recuerdo. Las lidias siguen siendo legales en España, Francia, Portugal, Colombia, Ecuador, México, Perú y Venezuela; aunque la tendencia apunta a su progresiva extinción.
En España se trata de una tradición que se remonta al siglo XII. De modo que no es raro que los españoles, que algo más que los charrúas tienen que ver con el Uruguay, hayan intentado cultivarla desde que tuvieron ocasión.
Según Isidoro de María, que no vio, pero recogió noticia del hecho, la primera plaza de toros en esta Banda Oriental se construyó en el Montevideo (disculpe, Cosse, pero de María titula Montevideo Antiguo) de 1776.
De acuerdo con el eminente historiador, se quiso generar ingresos para el empedrado de las calles. De modo que los aficionados a la tauromaquia contribuirían con sus aportaciones a la ciudad, a cambio de asistir a una actividad tan profundamente arraigada en el ser español. Así, se erigió la construcción «en el gran despoblado que existía al oeste de la Ciudad entre el cuartel de Dragones y las casas conocidas por de Juan Soldado, a espaldas del que, 12 años después, fue el primitivo hospital de Caridad».
Pero de entrada se dio una diferencia con lo que se entendía como auténtica lidia: los toros estaban embolados, esto es, se les colocaba bolas de madera en los cuernos lo que reducía considerablemente el riesgo de la cuadrilla (torero, banderilleros y picadores).
En un contexto donde no había muchos entretenimientos, la gente concurría a los toros con sus mejores galas. Se ocupa de María en describir el atuendo de las damas: «vestido corto y medias de seda azul con cuchillas de plata las pudientes». Y no es que estas buenas señoras concurrieran armadas con el puñal en la liga. Las cuchillas de plata eran dibujos simétricos que se bordaban en las medias con hilos de plata. Como eran caras solamente las lucían las «pudientes».
Según parece, la plaza, que consistía en un escenario de madera con forma de octógono, funcionó hasta 1780. Los fondos recaudados se destinaron al pago del terreno donde se construiría hacia 1788 el Hospital.
De la Cisplatina al Uruguay
Luego de María salta hasta 1823. Los toros volverán durante la dominación luso-brasileña, con ocasión de celebrarse la constitución portuguesa de 1822. En esta oportunidad el circo se armó en la Plaza Matriz. Primero fueron las comparsas las que constituyeron el espectáculo y el tercer día de festejos, la lidia. El historiador, que vivió este episodio con sus ocho años de edad, dice que también se trató de toros embolados y que se había instalado un muñeco en el medio de la plaza para que los animales lo embistieran. Lo más original era un tonel conteniendo un hombre en su interior que los embolados hacían rodar a topetazos. Agrega que, finalmente, «a la voz de ¡a la uña!, cargaban todos sobre el toro y lo despachaban».
Salta luego hasta 1835 en que, ya formado el novel Estado Oriental del Uruguay, una empresa privada hizo construir un nuevo escenario que duró hasta 1842. Diez años después se inauguraría la Plaza de la Unión. Tenía buen material el poeta Acuña de Figueroa (1791-1862) para pergeñar sus Toraidas:¡Oh espectáculo / grande a par que hermoso, / Imán del alma varonil y fuerte! / Mal que pese al filantro-melindroso, / Y al moralista rígido e inerte. Ellos mismos se ven con especioso / Pretexto allí acudir; y de esta suerte / La diversión que bárbara pregonara, / A par del pueblo entero la sancionan. / Llámanla destructora; mas yo infiero / Que es vana prevención, cuando imagino / Que sin toros se muere el mundo entero: / Que a unos los mata el agua, a otros el vino; / Pues si vuela en las astas un torero, / O éste al toro mató por ser ladino.
La alusión «al alma varonil y fuerte» resultó un tanto desdibujada hacia fines del siglo cuando aparecieron las «señoritas toreras». Afortunadamente para nuestro poeta, no llegó a verlas y no porque estas damas no conocieran su oficio. En un bien documentado trabajo sobre la tauromaquia en Uruguay, el historiador Diego Bracco recoge noticias de prensa sobre el tema:
«Esta mañana [29/12/1899] llegaron de Buenos Aires las niñas toreras encargadas de inaugurar el circo taurino que se construye actualmente en el Campo Euskaro». Así las espadas serían Lolita, Angelita y Rosita, las que con su cuadrilla «simularán perfectamente todas las suertes conocidas de la tauromaquia, como suertes de capa, banderilla, pica y espada».
Parodiando la fiesta
¿Por qué «simularán»? Porque las corridas ya no se efectuaban a la española. Desde 1888 la ley las prohibía a partir de 1890. A fines de febrero de ese año en la Plaza de Toros de la Unión, un toro llamado Cocinero corneó al torero español Punteret que falleció dos días más tarde. Mal que pese a Acuña de Figueroa: no es igual que el muerto sea el toro a que vuele en las astas un torero.
Después de brindar algunos espectáculos de «toreo a la uruguaya» (banderillas y rejones no tenían púa, con pegamento en la punta se adherían al toro sin sangrarlo) las señoritas toreras se embarcaron para España. Actuarían en Jerez de los Caballeros, informa El Nacional del 14/03/1900. Y allí no habría simulación. Hubo una segunda visita de las toreras, pero sin el relativo éxito que había concitado la expectativa de la primera.
La tauromaquia uruguaya venía en caída libre, aunque algunos sectores continuaban resistiendo. En 1909, El Club Taurino Montevideo editó una revista ilustrada que, entre otras cosas, daba cuenta en su número inicial de que ni los toros cooperaban. Desde Mercedes se informaba que «De los siete toros anunciados, solo pudieron lidiarse cuatro, resultando los restantes mansos de solemnidad» por lo que hubo que retirarlos. Un embole.
La revista se publicó hasta el 31 de marzo de 1910 en que arrió la bandera aclarando: «No arriamos la bandera, la envolvemos».
El golpe de gracia lo dio en 1918 la Ley 5657 que prohibía: «en todo el territorio de la República los concursos o torneos (“matchs”) de “Box”, las parodias de corridas de toros, cualquiera sea su forma o denominación, el tiro de la paloma, las riñas de gallos, el rat pick y todo otro juego o entretenimiento a campo abierto o en locales cerrados que pueda constituir una causa de mortificación para el hombre o los animales».
La preocupación por los animales llegaba hasta la protección a las ratas. Aunque no se llegó a proscribir los raticidas… Como sabemos, alguna de esas prohibiciones fue levantada.
La Plaza de la Unión entregó su vida a la piqueta fatal en 1923, treinta y cinco años después de la desgracia de Punteret, la misma edad que tenía al morir el diestro valenciano.
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