Nuestra tierra, tan generosa en múltiples aspectos, peca en demasiadas ocasiones de crueldad con sus mejores hijos. Maldecidos, soslayados, ignorados, tergiversados son destinos frecuentes para aquellos que logran mirar más lejos que sus contemporáneos. De algún modo, ese fue el sino tanto de Artigas como Rodó durante demasiado tiempo.
En un más que necesario y pertinente ensayo, don Hugo no solo realiza un sentido homenaje a José Enrique Rodó. Logra traer a nuestro tiempo su mensaje eterno. El mensaje que a demasiados les interesó ocultar, distorsionar e invisibilizar sistemáticamente. Preguntémonos por un instante por qué el compatriota promedio soslaya la lectura directa de la obra rodoniana. La respuesta es automática: “Es un autor complejo, con un lenguaje oscuro que habla de un tiempo pretérito en el que hubo una loca utopía de reunir las más diversas republicas hispanoamericanas en una sola entidad”. Para este buen compatriota, signado por la ansiedad y el nihilismo de nuestro tiempo, toda una auténtica pérdida de tiempo.
Don Hugo emprendió otra de sus épicas campañas, más allá de la coyuntura, pensando en la construcción de un futuro muy distinto para todos los orientales. Recuperar algunas ideas centrales del ideario rodoniano, quizás hoy más necesario que otrora.
José Enrique Rodó no era un católico ultramontano, de hecho, factiblemente el agnosticismo fuese más cercano a su espíritu. Pero no vaciló en defender el sagrado derecho a mantener los símbolos de la fe de sus connacionales, también herederos de ese tronco judeocristiano que se enraizaba en la cultura grecolatina. Frente al jacobinismo fácil, optó por tender la mano a aquellos que veían en un crucifijo un espacio de esperanza y consuelo.
José Enrique Rodó, tildado sistemáticamente de conservador, brindó su amistad en toda circunstancia a Emilio Frugoni, el legendario fundador del Partido Socialista uruguayo. No por accidente la estela en la Plaza Primero de Mayo recupera una divisa rodoniana que sintetiza la cuestión social en una forma meridiana ayer y hoy: “El trabajador aislado es instrumento de fines ajenos, el trabajador asociado es dueño y señor de su destino”.
Pero el principal punto que don Hugo recupera es el genuino espíritu americanista. Rodó, Manuel Ugarte desde Argentina, José Vasconcelos desde México predicaron recuperar la enorme herencia hispanoamericana, asumir con orgullo nuestra condición mestiza. No odiar al otro pero sí recuperar nuestra dignidad perdida desde el contradictorio proceso de hipotética independencia. “Sacudimos un yugo para caer bajo otro nuevo” y ese yugo implica una permanente injusticia social.
Don Hugo puntualiza: “En cambio, nosotros los españoles, por la sangre o por la cultura, a la hora de nuestra emancipación, comenzamos por renegar de nuestras tradiciones, rompimos con el pasado y no faltó quien renegara la sangre diciendo que hubiera sido mejor que la conquista de nuestras regiones la hubiesen consumado los ingleses”.
El cipayismo, no importa el siglo, no importa el continente, sigue siendo el enemigo sórdido que acecha a los pueblos que buscan un horizonte mejor para sus hijos.
Hoy don Hugo, en cierto plano, no está. No están más sus charlas apasionadas con todo aquel que quisiera pensar fuera del trillo. Sin preguntar qué votaba el otro. Sin preguntar su fe. Escuchando, disintiendo, aprendiendo. Sin dogmatismos fáciles, pensando siempre en zigzag. Pensando en un futuro mejor, más artiguista, más rodoniano.
Hoy está su memoria, sus palabras, sus escritos, su testimonio. Las banderas siguen en pie.
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