Hace 50 años, el dramaturgo rumano francés Eugenio Ionesco estrenaba en París “Rinoceronte” una obra de teatro que durante décadas tuvo un éxito arrollador, llamada a hacer historia en los más variados escenarios de todo el mundo y de todos los públicos. Si bien los críticos literarios al comienzo de su aparición encuadraron la obra dentro de lo que se daba en llamar el “teatro del absurdo” nos atrevemos a afirmar que la sin razón de esta creación literaria es aparente. Y el mensaje de realismo fue cuidadosamente camuflado con un sutil disfraz para que la denuncia de la nueva realidad que poco a poco se ha ido apoderando de la humanidad no genere anticuerpos en las grandes corporaciones que controlan los medios.
Ionesco tiene claro que con el siglo XX comienza la era de los grandes mitos – nacionales y sociales- y también el siglo de las masas tanto más fáciles de manipular si se logra eclipsar la dimensión que distingue a este animal social que es el hombre del resto de las criaturas de la creación: su libertad de conciencia, el disponer sin cortapisas de su libre albedrío.
El agudo escritor rumano no asume el papel de un moderno creador literario al estilo Esopo para denunciar una situación política determinada, como si lo fue el nazismo que vivió su patria, ni para condenar la otra calamidad -el totalitarismo comunista- que se adueñó de su Rumania natal con el pretexto de liberarla , sino que en su gigantesca fábula social percibe con ojo profético que con estas categorías, la una ya caída y la otra en vías de caer, no se termina el problema. Porque lo que no va a ser sepultado es la devastadora tentación de buscar nuevas formas de seguir conculcando la libertad humana y por ende sojuzgando la dignidad del hombre.
Esta fábula dramática, acerca de la propagación y aceptación social del totalitarismo, tiene muchos rostros. No necesariamente se visualiza con el mismo estereotipo del partido único y la policia política y todas las formalidades de los reiterados films holliwoodenses de la 2a. conflagración mundial o de la Guerra Fría.
Hay formas sustitutivas y muy sutiles de irle lentamente arrebatando al hombre su libertad, como podría ser por ejemplo el consumismo, o el individualismo enfermizo, o dejarse arrastrar por nuevos mitos que vulneran no ya solo su dimensión trascendente sino meramente su esencia biológica.
Pero siempre el objetivo es el mismo: debilitar la capacidad humana de resistencia a dejarse fagocitar por el sistema.
Sin darnos cuenta vamos cayendo en situaciones que a diario nos empujan al drama de Ionesco. Cuando vemos que mentiras que se repiten mil veces terminan imponiendose como verdades.
Cuando vemos que la ciudadanía se pone de acuerdo en una jornada cívica ejemplar para elegir al nuevo gobierno y fuerzas extrañas tratan de empañarla con chicanas baratas para enardecer los ánimos, ahí nos damos cuenta que el espíritu debe estar alerta para impedir que se nos fabriquen imágenes reñidas con verdad verdadera.
Y ahí nos damos cuenta que el optimismo que resuelve el drama del genial rumano hoy tiene plena vigencia. Berenguer el protagonista central de la obra, que observa como su entorno humano se va metamorfoseando en seres cuasi prehistóricos ( en aras del progreso), él se mantiene impávido. Su grito estridente con que finaliza el espectáculo es la mayor señal de rebeldía: “ Yo no capitulo…”