Hasta el 4 de junio de este año se representó en el Teatro Español de Madrid Romeo y Julieta despiertan… Ana Belén (72) y José Luis Gómez (83) encarnan a estos personajes en una obra que ha recibido críticas dispares. El hecho me hizo recordar un cuento de Lugones.
En 1909 Leopoldo Lugones (1874-1938) publicó su Lunario Sentimental, un conjunto de poemas que incluye, además, tres cuentos. Uno de ellos es Abuela Julieta.
De entrada, nos advierte que su apellido viene de «Lunones» y que ello supone una relación especial con la luna. Hay lunas de diverso tipo: lunas hechiceras, lunas lunáticas, lunas alunadas, lunas de Cúneo o de Perinetti. La luna con que Lugones alumbra a los protagonistas de esta historia es una luna de muerte.
La historia de estos, decididamente viejos (la esperanza de vida en 1908 era de 50 años para los hombres y 52 para las mujeres), es una historia de amor, no tan sangrienta como la de los de Verona, pero igualmente trágica. Incorpora, además, algunos aditivos como el incesto y la pedofilia.
Los protagonistas son dos: Emilio, el sobrino misántropo y Olivia, la tía solterona. Si no fuera por el título, que tiene un tufillo sospechoso, nadie supondría que esos «dos mármoles perfectamente aseados» que se reúnen sistemáticamente dos veces por semana, y muchas veces los domingos, lo que parece ser su único entretenimiento, esconden algún secreto.
Uno y otro se parecen, lo que suena lógico porque son parientes y comparten los gustos aristocráticos de la clase social a la que pertenecen.
Emilio y Olivia
Emilio tiene 50 años, «viejo, pero no parecía un abuelo… podía ser novio aún… sus cabellos blancos, su barba blanca, su talante un poco estirado, pero lleno de varonil elegancia, trajes irreprochables, guantes: un ideal de corrección. Parecía un fresco viudo que podía aspirar a una señorita de veinticinco años (y no se refiere a esnifarla).
La tía Olivia «conservábase fresca», pero no al estilo fresco del viudo que aparentaba Emilio, sino porque «estaba cubierta por una doble nieve: la virginidad y la vejez». Buenos dientes, no usaba anteojos, palabra fluida, cuerpo delgado, no podía decirse en realidad que fuese vieja, apenas se advertían sus canas
Pero lo que más unía a este dúo es: «Su melancolía mutuamente oculta, sin que se supiese bien la razón»; que «conservaban, como gentes bien educadas, el secreto de su tristeza»; que era «una tristeza que se conocían, pero cuyo verdadero fundamento ignoraban».
Después aprendemos que «el egoísmo de la amargura que es el rasgo característico de los superiores», es una de las razones por las cuales no se comunicaban las causas de sus tristezas. Hay otra, aún más contundente: si se sinceraran, si confiaran mutuamente, luego, no tendrían «nada que decirse». Tal vez esa «dulce amistad» que mantenían se interrumpiera y entonces sus vidas serían ganadas enteramente por el hastío.
¿De qué hablaban, entonces? ¿Cuáles los temas de sus conversaciones? «Hablaban en términos literarios, hacían frases como las personas ilustradas y cortas de ingenio…». Sus pasatiempos fueron cambiando con los años, las conversaciones, la música, el ajedrez.
A eso se reducía su vida social. ¿Y de cuándo databa esta costumbre? «Cuarenta años de vida…» (como en Acquaforte, blanca la testa, cansado el corazón).
Hasta que aparece el ruiseñor. En la poesía que titula A mis cretinos, con la que abre el Lunario, advierte Lugones:
Y en mi triste persona,
Palpita grave y tierno,
El himno del eterno,
Ruiseñor de Verona
Esta aparición convierte a la tía, en Julieta. Abuela, pero Julieta al fin. Por más que Emilio contradiga a Lugones e intente explicar que este ruiseñor es importado de Praga y carísimo, y que es alemán, y que más que un pájaro es un compositor, termina siendo, igual que el veronés, un anunciante de la muerte. Es cierto que este ruiseñor no es el salvaje de la tragedia shakespeariana. Este viene en jaula, también muy fina y costosa. Y lo traen. Nunca hubiera llegado a cantar en la casa si Emilio no lo hubiera introducido en la apacible monotonía de sus días. Un ruiseñor de Troya que cataliza la tragedia.
Luna lunaria
El otro ingrediente es, obviamente, la luna. Romeo declara su amor por Julieta y lo jura «por esa luna bendita que corona de plata las copas de estos árboles». «¡Oh! No jures por la inconstante luna, que cada mes cambia al girar en su órbita, no sea que tu amor resulte tan variable», contesta ella. Aquí tenemos la luna veleidosa, la de las dos caras.
La luna de Emilio y Olivia, aparece en el «mármol» (que suponemos blanco), en los cabellos (nieves del tiempo que platean sienes). Es una luna «primaveral» que propicia los recuerdos. La memoria los lleva a Emilio adolescente, enfermo de tifoidea. Ella lo cuida con la devoción de una Florence Nightingale (lástima que a Lugones no se le ocurrió este otro ruiseñor florentino). Emilio ya era, de chico, un poco extraño, de «desbocado talento» (útil para recibirse de ingeniero) y propenso a «sordas melancolías» (útil para ejercer como misántropo). La tía Olivia tenía veintinueve (edad en que, en esos tiempos, se producía una «trágica crisis mental» en mujeres que caminaban por la cornisa de la soltería. El miraba sus ojeras (violetas), su cabello «desgarbado en ondas flavas» (entre rojo y dorado). Pero también «su andar armonioso» y «su cintura». Y de pronto comprendió que la amaba como un hombre ama a una mujer. Sin la conciencia del incesto, seguramente, el descubrimiento lo angustia. La amará siempre, en religioso silencio.
Ella recuerda también lo que sintió por ese púber cuando la enfermedad lo puso al borde de la muerte: «un amor descabellado, imposible, una tentación quizá». Corrió a la pieza contigua y «se comió a besos, locamente, el retrato» de Emilio. Si le hacemos caso al diccionario de la RAE que define la paidofilia como «atracción erótica o sexual que una persona adulta siente hacia niños o adolescentes», esto lo es. «Mi único enemigo es tu nombre», dice Julieta refiriéndose a Romeo. En la tragedia de Emilio y Olivia, también el nombre es un enemigo, esta vez incestuoso. La diferencia de edades es aún más cruel. Pero hay más enemigos. Hay uno más ominoso, compuesto por los convencionalismos sociales, las normas religiosas, ese «ellos» a los que dice Olivia: «ya tienen bastante con los cuarenta años que les hemos dado». Contra el destino nadie la talla.
La luna, haciendo su trabajo «iluminaba aquella migaja de tragedia en la impasibilidad de los astros eternos». Y «propicia por lo común a los hechizos, rompió esta vez el encanto. Uno de sus rayos dio sobre la cabeza de la mujer, y en los labios del hombre sonrió, entonces, la muerte. ¡Blancos!». Esas canas que apenas se advertían, no resistieron la luz de la luna. El amor es imposible, y no hay mayor pesadumbre que la vida consciente.
Tenemos todo: el amor, la muerte, la luna, el destino y el ruiseñor. Ya es tarde, «el rocío nocturno hace mal a los viejos», es hora de irse a la cama para evitar la tos del día siguiente.
Más allá de su eficacia, la recurrencia de estas variaciones parece probar que la tragedia del Cisne de Avon, sigue cantando sin morir.
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