Hasta hace 45 días no se podía mantener una discusión académica sobre temas económicos, en cualquiera de los países de América Latina con una visión más o menos liberal, sin destacar a Chile como el paradigma de un país en crecimiento y prolijamente administrado.
A partir del 18 de octubre comenzaron a llegar alarmantes noticias sobre una vasta asonada de protestas, con ribetes de las sacudidas telúricas habituales en la hermana nación trasandina. Los violentos disturbios iniciados en Santiago se propagaron rápidamente a Valparaíso, Concepción y La Serena. La causa de estos brutales desmanes fue, según nos informan los medios, el alza de la tarifa del sistema público de transporte de Santiago, que consistió en la suba de 4 centavos de dólar.
Supuestamente como reacción a esta suba, la noche del viernes 18 de octubre comenzaron a aparecer varios focos de protestas y disturbios violentos a lo largo del país, por lo cual, en la madrugada del día sábado 19 de octubre, el presidente Sebastián Piñera decretó estado de emergencia en las comunas del Gran Santiago, y toque de queda a partir de la noche del sábado 19. La situación se extendió pocas horas después a otras cinco regiones del país y ya para el día 23, el estado de emergencia había sido declarado en quince de las dieciséis capitales regionales.
¿Pudo ser un insignificante aumento en el precio del boleto–que además estaba programado- la causa real de semejante ola de desmanes, que castigan a la nación trasandina con tanta saña hasta el día de hoy?
La mayoría de los observadores, – -muchos de ellos hasta hace poco panegiristas del modelo chileno– señalan que la causa profunda del problema es que Chile es el país con mayores desigualdades de la región. Asimismo otros analistas ubican el origen del descontento en los indignantes hechos de corrupción ocurridos en el pasado y protagonizados por grandes empresarios, que en connivencia con la clase política, lograron grandes beneficios en el proceso de privatizaciones, entre otros negocios cuestionados. Existen múltiples sospechas también sobre la financiación de las campañas electorales, a lo que agregan críticas a una justicia que actuó con excesiva indulgencia, limitándose a aplicar sanciones económicas a aquellos que infringieron la ley en beneficio propio.
Otros politólogos más sesgados, entroncan el inoportuno apoyo de multitudes indignadas a los revoltosos incendiarios, como una reacción tardía a las políticas liberales impuestas por el gobierno dictatorial del Gral. Augusto Pinochet. Resagado reproche puesto que durante la mayor parte de la década de 1990, la de Chile fue la economía considerada de mejor desempeño en América Latina, aunque el legado de las reformas de la dictadura sigue hoy como tema polémico.
Paradojalmente, Chile ha sido apodado por muchos economistas como el “tigre latinoamericano”, aplicando el mismo término utilizado para referirse a las exitosas naciones asiáticas. Chile era el niño mimado de los economistas y tecnócratas en general, que admiraban su estabilidad política y su consistente crecimiento económico. El mismo presidente Piñera llegó a calificar a Chile, solo días antes que estallaran los disturbios, como un “oasis” dentro de una convulsionada América Latina.
También eliminó las protecciones arancelarias para la industria local, prohibió los sindicatos y privatizó la seguridad social y empresas estatales. Estas políticas produjeron un inicial crecimiento económico, que Milton Friedman denominó el «milagro de Chile», pero que contrasta con un aumento dramático en la desigualdad de ingresos.
Los principios neoliberales aplicados en Chile fueron incorporados por el FMI y el Banco Mundial cuando formularon el “Consenso de Washington”, un conjunto de políticas económicas a ser llevadas adelante por los países emergentes que pasaron a convertirse en la base de la condicionalidad que permitía acceder a préstamos.
Si nos proponemos ser objetivos, conviene destacar que han pasado casi 30 años desde que Patricio Aylwin asumió la presidencia de Chile en un 11 de marzo de 1990.
Y aunque el Gral. Pinochet siguió por unos años más monitoreando el proceso de apertura democrática desde la Institución Militar, también se abrieron oportunidades de modificar el modelo económico. Así como en ese periodo se creó la “Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación” con ánimo revisionista para comenzar a investigar las violaciones a los derechos humanos, el nuevo gobernante perfectamente podría haber iniciado la revisión del enfoque liberal y buscado solución a las falencias sociales del período anterior.
Y si preferimos no tomar en cuenta el periodo de Aylwin por considerar su mandato como de transición, no podemos olvidar que los llamados partidos de la Concertacion – todos ellos de orientación socialdemócrata – detentaron el gobierno más de 20 años, tiempo más que suficiente para introducir todas las reformas sociales que figuraban en sus respectivas plataformas y de esa manera alejar a Chile del modelo que aún hoy siguen denunciando por haberlo heredado de la dictadura.
Sean cual sean las causas de este terremoto social, que aún sigue sacudiendo a Chile, no podemos dejar de hacer algunos comentarios sobre la capacidad que tiene la mente humana para adherirse a ciertos espejismos de la imaginación.
Vamos a comenzar por los aplausos a las bondades más promocionadas del sistema: Se magnificaba los logros de la apertura al mundo con sus más de 26 TLC que incluyen a 50 países. Como si esa estrategia aperturista, por si misma, fuera la vara mágica capaz de proporcionar una prosperidad inagotable.
Aunque mas no sea que por esa imperiosa necesidad de cambiar permanentemente los alfileres de los mapas, hoy en medio de esta guerra comercial de China y EE. UU, nos preguntamos cuanto más pueden resistir estas prácticas de aperturismo a ultranza.
En estos días el gobierno de Estados Unidos acaba de imponer aranceles al acero y aluminio provenientes de Brasil y Argentina.
Pero veamos la situación interna que tendría que reflejar, en sus casi 18 millones de habitantes, las bondades de estos ambiciosos aperturismos internacionales. Entre el 60 y el 70% de los chilenos son considerados la clase media y sus ingresos promedian entre U$ 800 a U$ 900 al mes. Una franja de recursos acotados.
A esto se agrega la dependencia que padece la población menuda, de un sistema financiero -sin ningún tipo de control- que haciendo un uso abusivo de la promoción mediática, insiste en ofrecer dinero sin medir la capacidad de pago de los tomadores de crédito.
El trágico resultado es que hoy en Chile hay 4 millones de personas en el clearing- llamado DICON-, que del punto de vista económico están proscritos. En un mundo que premia el consumo y donde el dinero es electrónico, un ciudadano que tiene su tarjeta inhabilitada pasa a ser un paria. No solo pierde el crédito, sino que ve minada su dignidad hasta para conseguir trabajo, ya que cualquier empleador evita contratar empleados que trabajen para pagar deudas.
Y justamente este es el sector de la población más propenso a enrolarse en las grandes manifestaciones que de alguna forma avalan a las mesiánicas hordas incendiarias, que se jactan de ser la voz del pueblo.
Según un artículo publicado en The Hill, Alexander Galetovic y Stephen Haber, afirman: “Hay una brecha en Chile, pero no entre ‘los que tienen’ y ‘los que no tienen’. Está entre las promesas de sus gobiernos durante las últimas dos décadas, las expectativas de las nuevas clases medias de Chile y la capacidad de la economía y el gobierno de cumplirlas realmente.”
“Desde 1999, todos los candidatos presidenciales, de izquierda o de derecha, han prometido a los chilenos que alcanzarían el nivel de vida de un país europeo. La promesa siempre estuvo al borde de la publicidad falsa”… Y prosiguen “…Los chilenos confundieron el auge del cobre con una aceleración permanente del crecimiento de los salarios, el gasto público y el PBI”. Con un precio del cobre 40% por debajo de los niveles que alcanzaba en 2011, los chilenos enfrentan hoy la distancia entre las promesas de los políticos y el relativo mal desempeño de su economía.
¡Pobre Chile! Cuanto más compleja es la realidad que los informes ramplones que deslizan ciertos comentaristas con el afán de sustituir la verdadera situación por un esquema.
En un angustiado comunicado llamando a la cordura, se difunde por todas las redes a modo de proclama, “El drama de Chile visto por un chileno”, donde se estampa una dura denuncia… “Para generar este caos manipularon a los estudiantes quienes después de valientes jornadas de protesta le entregaron sin querer en bandeja las calles al vandalismo. Pero todo esto estaba planificado. Los incendios de casi 20 estaciones del metro simultáneamente además del incendio del edificio de Enel no fue algo casual; todo coordinado y con elementos profesionales para ejecutarlos. En unas pocas horas quemaron la red del metro casi completa. Y no había vigilancia policial para impedirlo…”.
El gran escritor ruso Dostoyevski describía en una de sus mas logradas novelas, denominada “Los Endemoniados” en un drama social a gran escala, cómo un reducido grupo de nihilistas conmocionaron la vida en una ciudad de una plácida provincia Rusa. En toda esa historia, el fuego actuaba como el mayor alucinante para doblegar las conciencias y sembrar el caos.
En aquella oportunidad ambientada en la Rusia del Siglo XIX, como en este Chile del siglo XXI, todo lo que está sucediendo no es por casualidad.
Con la cortina de humo de una gesta reivindicativa se buscan otros fines …” La izquierda y la derecha y los grupos anarquistas solo quieren manipularte…” fustiga la proclama con ánimo de disuadir a algún joven idealista que piense enrolarse en la ola de violentas protestas.
Y como denunciando lo que no se ve, apunta a los moviles ocultos que conforma la trama invisible de lo que impulsa la ola destructiva: …”Son actos de grupos ajenos a Chile que trabajan para los organismos internacionales que quieren apropiarse de nuestro país. El F.M.I. se roba los paises después de las crisis y las guerras civiles…”
No paso mucho tiempo de este premonitorio comunicado cuando ya una figura clave de la conducción política chilena proponía duplicar la deuda pública para reconstruir el destrozado país.
Y el superado y ya impotente presidente Piñera intentó persuadir a las Fuerzas Armadas que intervinieran para frenar los desmanes. Pero los mandos militares le respondieron que si no se aprobaba una ley por parte del Parlamento y se firmaba un documento por la Presidencia y el Poder Judicial, no salían de sus cuarteles. Aquí entra en juego otra categoría, que al entender de algún despectivo editorialista de nuestro país, se los califica despectivamente como “dinosaurios”.
Que esta trama de demonios y dinosaurios no se siga difundiendo por el resto de nuestra América