En 1989 Francis Fukuyama proclamaba el fin de la historia, argumentando que la democracia liberal era el único sistema con legitimidad suficiente para superar sus alternativas históricas. Fukuyama anticipaba que la democracia ganaría sobre sus dos grandes amenazas, el nacionalismo y la religión. “Podríamos estar presenciando no solamente el fin de la Guerra Fría o la finalización de un determinado período de la historia de la postguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”, escribió el cientista político estadounidense meses antes de la caída del Muro de Berlín.
Más de tres décadas después, la geografía política del mundo actual es prueba irrefutable de que la tesis de Fukuyama resultó ser tan equivocada como dañina, sirviendo de respaldo a un reducido grupo de ideólogos que autodenominándose “neoconservadores” promueven hasta el día de hoy guerras en cuanto rincón del mundo se les permite. Sin embargo, existe una dimensión de las sociedades occidentales en que estas ideas se han venido afirmando como garrapatas: nos referimos a la pérdida de la solidaridad.
Cien años antes de la caída del Muro, con la Rerum Novarum, el papa León XIII había logrado capturar con precisión la disyuntiva de su tiempo. La Revolución Industrial había traído grandes progresos a la humanidad bajo la forma de tecnología “disruptivas”, como se les llama hoy, que ofrecían mejoras en la eficiencia de producción y transporte, generando la posibilidad de grandes riquezas. Pero esto también había traído consigo un legado de desempleo, miseria y desigualdad que violentaban las almas de cualquier ser sensible. Ante el capitalismo desenfrenado, la alternativa de la hora era el colectivismo, doctrina que, al suprimir los derechos de los individuos, terminaría inevitablemente con la desaparición de la familia. De la doctrina social de la Iglesia derivarían múltiples iniciativas para fortalecer el tejido social, entre ellos el movimiento cooperativo y el sistema de cajas de ahorro y préstamo, la gran vacuna contra el flagelo de la usura. Resulta difícil imaginar la reconstrucción europea luego de la Segunda Guerra Mundial sin la presencia de este conjunto doctrinario e institucional.
Sin embargo, para la década del ´60 el mundo enfrentaba las consecuencias de la descolonización. El caso más emblemático era el de la India, que luego de haber sido explotada por el Imperio británico a lo largo de tres siglos y medio, lograba su independencia y debía poner en pie instituciones de gobierno y producción para ofrecer condiciones adecuadas a su población. Fue en ese contexto que en 1967 el papa Pablo VI emitía la Populorum Progressio, encíclica que trataba sobre la necesidad de promover el desarrollo de los pueblos. Si a León XIII le preocupaba la solidaridad entre los integrantes de una misma nación, ya para la época del papa Montini la globalización y la emergente ideología neoliberal comenzaban a presentar nuevos desafíos. Refiriéndose al legado de la época colonial, Pablo VI alertaba que las estructuras eran notoriamente insuficientes para enfrentarse con “la dura realidad de la economía moderna”. Agregaba que “dejada a sí misma”, esto conduciría el mundo “hacia una agravación y no a una atenuación, en la disparidad de los niveles de vida: los pueblos ricos gozan de un rápido crecimiento, mientras que los pobres se desarrollan lentamente. El desequilibrio crece: unos producen con exceso géneros alimenticios que faltan cruelmente a otros, y estos últimos ven que sus exportaciones se hacen inciertas”.
El mensaje del papa bresciano tiene aún hoy gran vigencia, reconociendo inequívocamente la importancia del progreso. “En los designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su propio progreso, porque la vida de todo hombre es una vocación”, escribió, marcando su firme voluntad de cumplir con el deber de ocuparse de las cuestiones sociales de su tiempo. Para Montini el desarrollo humano integral suponía “la libertad responsable de la persona y los pueblos”, pero sostenía como contrapartida que la libertad no es posible frente a situaciones de subdesarrollo, que no son fruto de la casualidad o de una necesidad histórica, como parecían promover las doctrinas liberal y marxista respectivamente.
Más recientemente, en 2009 el papa Benedicto XVI repasaba el legado de León XIII y Pablo VI en su encíclica “Caritas in Veritate”. Menos de un año después de la crisis financiera global del 2008, Ratzinger señalaba con claridad el camino de salida: “Nos preocupa justamente la complejidad y gravedad de la situación económica actual, pero hemos de asumir con realismo, confianza y esperanza las nuevas responsabilidades que nos reclama la situación de un mundo que necesita una profunda renovación cultural y el redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor. La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar las dificultades del presente en esta clave, de manera confiada más que resignada”, escribía.
En ocasión del 4º aniversario de esta nueva etapa de La Mañana, queremos recordar estas palabras de Benedicto XVI, que pueden ayudar al sistema político a reflexionar sobre cómo encarar esta crisis con responsabilidad y solidaridad. Es esto lo que espera el pueblo uruguayo de esas instituciones que tanto garganteamos en el extranjero, pero que ante las demandas de la hora se muestran incapaces de resolver el problema con el agua potable, o “bebible”, según nos quieren imponer esos mediocres imitadores de Durán Barba. Afortunadamente los uruguayos no adolecemos de la pequeñez mental de pensar que el problema del agua lo resolverá alguna mano invisible, o peor aún, un grupo de iluminados sucesores de Rhodes. De eso solo saldremos solidaria y responsablemente el día que el sistema político decida comenzar a hacerse cargo.
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