“Conviene que los servicios de desinformación sean tan poderosos como las armas nucleares y cubran al mundo entero al igual que los satélites”
M.V. Zakharov, mariscal de la Unión Soviética.
Uno de los pilares fundamentales de la estrategia política interna y externa llevada adelante por Lenin en la URSS fue la desinformación, llamada en ruso: “maskirovka”. De hecho, fue en el ámbito militar soviético donde se acuñó este término que se definió como el conjunto de medidas destinadas a engañar al enemigo, tanto en tiempos de paz como de guerra, y a cualquier nivel, utilizando técnicas de enmascaramiento, simulación y difusión de falsas informaciones (Víctor Suvurov, “El GUSM y las técnicas de maskirovka”, RID, Nº 8, 1985).
En esa línea, la invasión de Afganistán por parte de la URSS estuvo precedida por una campaña de desinformación que desarticuló las capacidades de respuesta del ejército afgano; por ejemplo, cuando agentes prosoviéticos se infiltraron en el ejército de Amin logrando convencer a la superioridad militar afgana de la necesidad de realizar una revisión técnica a la totalidad de las unidades blindadas. De esa forma, cuando las tropas del ejército rojo ocuparon Kabul, todos los tanques afganos se encontraban sin motor (Cristian Antoine, Desinformación y “maskirovka” en la guerra psicopolítica).
Ahora bien, cabe aclarar que esta estrategia de desinformación no solo fue desarrollada por la URSS, sino que también fue instrumentada por los diversos servicios de inteligencia que “convivían” en aquella época. Sin embargo, terminada la Guerra Fría y ante el advenimiento de la era de los mass media, esta práctica basada en el engaño fue adoptada en mayor o menor medida por muchas democracias y repúblicas occidentales. Es así que algunos eventos, como pudieran ser un torneo deportivo, un congreso político o empresarial, o bien algún tipo de espectáculo multitudinario, fueran vistos por una parte de la ciudadanía como una cortina de humo o una simple distracción frente a los problemas reales y diarios de la sociedad. Con el desarrollo de las tecnologías de la información en el siglo XXI, esta forma de hacer contrainteligencia tuvo otras variantes, como, por ejemplo, las fake news que han sido capaces no solo de inundar la red a través de diversas plataformas y medios de comunicación, sembrando confusión, sino también de incidir en el comportamiento de algunos segmentos de la ciudadanía.
Salvando las diferencias obvias, algo similar parecería ocurre en nuestro país en lo que refiere a las redes de narcotráfico. Si bien todos los días amanecemos con un nuevo baño de sangre asociado al tráfico de narcóticos, la cobertura de prensa tiende a quedarse en el tema puntual y superficial: cómo y dónde fue asesinada la persona, los testimonios de algún familiar y vecino, y con eso pasamos a la crónica deportiva, la AUF y el VAR. Para comprender mejor el fenómeno que ocurre en nuestro país, es necesario recurrir a algún medio argentino o brasileño. Es entonces que comenzamos a comprender que existen redes internacionales de narcotráfico operando en la región, particularmente en la hidrovía.
Es muy difícil encarar el problema de la seguridad si la ciudadanía no toma conciencia de lo que realmente ocurre en el territorio nacional. Y si no se lo informan los medios, esto resultará difícil. Es por ello que desconcierta un poco cuando desde las páginas editoriales de nuestro principal matutino, y refiriéndose al problema del narcotráfico, el redactor se esfuerza por demostrar que en Uruguay no operan redes internacionales. ¿Cómo lo sabe? El prestigio del medio y del columnista son bien reconocidos, pero sería lícito que un analista extranjero con buen conocimiento de la región dudara si esto no se trata de una especie de “maskirovka”.
Efectivamente, en la referida columna se enunciaba con cierto desdén que la preocupación por parte de algunos referentes políticos acerca de un fenómeno tan complejo como el narcotráfico era algo que no merecía mayor cuidado, argumentando que nuestro país es un caso excepcional en la región. “Pero eso no significa que en Uruguay nos tengamos que resignar a seguir el camino de los países vecinos. El tamaño de nuestro mercado, por una vez, nos juega a favor. ¿Cuántos importadores de cocaína o pasta base puede haber en Uruguay? ¿Qué tan difícil puede ser desarmar una organización que empiece a crecer, en este país donde todos nos conocemos? Y donde si un senador, un juez, o un periodista cambia de golpe de auto, se entera todo el país” (El País 9-7-23).
Ahora bien, frente a estas declaraciones, conviene preguntarse dos cosas. Primero: ¿es cierto que somos una excepción? Y segundo: ¿acaso no es obvio que el narcotráfico tiene potencialmente el suficiente poder económico como para enquistarse no sólo en el Estado sino también en los medios de comunicación donde verdaderamente se juega la batalla simbólica?
En definitiva, el caso Marset desnudó la falsedad de la idea de que somos diferentes y marcó un punto de inflexión en lo que refiere a la integridad de nuestras instituciones frente al narcotráfico.
Pero lejos de generar conciencia sobre una problemática que va en aumento, la columna prefirió emitir un mensaje puramente simbólico que tendría como objeto poner paños fríos sobre la percepción que tienen los uruguayos acerca la seguridad ciudadana, en un momento en que el índice de homicidios sigue creciendo, al tiempo que el país muestra severas falencias en economía, educación, acceso a servicios básicos de calidad, como el agua potable, por ejemplo.
En definitiva, parece que inadvertidamente los medios van cayendo presa de estrategias de desinformación, dirigidas por actores a los que parece no importarle, una vez más, la necesidad de seguridad de la población cuando se percibe víctima de las organizaciones criminales que operan en la marginalidad.
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