Ante la recurrente pregunta sobre la situación de competitividad cambiaria, el presidente del BCU respondió la semana pasada que era “correcta”. Las reacciones no se hicieron esperar en un país en que todo el mundo y su abuela saben que el peso está significativamente sobrevaluado. Naturalmente esto despertó críticas desde varios lados dirigidas hacia el Ec. Diego Labat. ¿Pero se trata del único responsable?
A decir verdad, resulta muy difícil dirigir una burocracia “técnica” que se considera legitimada para mirar por encima del hombro a quienes fueron designados por los representantes de la ciudadanía para dirigir el organismo. Este comportamiento empezó luego de la crisis del 2002 cuando, en medio de la confusión, los servicios del banco lograron endosarle con papel celofán la crisis a las jerarquías políticas de la época. Sin dudas tuvieron una gran responsabilidad, pero también la tuvieron los servicios y estos lograron salir mayormente indemnes, quedando fuera de la pantalla de radar del escarnio que tuvieron que sufrir las máximas autoridades.
Con el astoribergarismo los servicios directamente ingresaron al directorio, produciéndose una simbiósis que debilitó la gobernanza del organismo, con presidentes que dejaban su cargo a funcionarios de carrera para competir en la arena política y luego enrocar nuevamente a la posición inicial. Prácticas como estas, fueron debilitando la autoridad del directorio y empoderando a jerarcas que operan con gran libertad fuera del escrutinio de una ciudadanía y un Parlamento que poco entienden de lo que ocurre allí dentro.
Pero, ¿de dónde sacan los servicios “técnicos” del BCU que el tipo de cambio no se encuentra sobrevaluado?
En entrevista con La Mañana la semana pasada, el Ec. Gustavo Licandro destacó que el BCU reconoce en su último informe de política monetaria que existe un rezago del dólar de entre 20% y 25%. Esta es una señal bienvenida de que el BCU empezó a dejar de lado su medida de “tipo de cambio real de fundamentos”, construcción teórica que por un tiempo no le permitió a los “técnicos” observar la realidad tal como la observamos el resto de la gente.
“El TCRF es una variable muy relevante en el análisis del COPOM, pues incide directamente en la determinación del tipo de cambio nominal esperado y a través de este en la inflación, así como es un argumento del nivel de actividad y la brecha del PIB; luego, ambas variables junto al resto del sistema determinan la senda de inflación”, reza esta explicación algo tautológica del BCU, según la cual el tipo de cambio real teórico calculado por los servicios del banco incidiría sobre las expectativas de tipo de cambio. En buen romance, esto implica que los agentes se formarían expectativas de tipo de cambio en función de un modelo que calcula el BCU y que pocos saben de su existencia.
Veamos qué ocurre con el tema del endeudamiento y la usura, donde hasta el día de hoy nadie ha logrado comprender cómo es que el BCU calcula los promedios de tasas de interés que dan lugar al tope de usura. Durante las jornadas de economía, un grupo de economistas del Área de Investigaciones presentó un trabajo titulado: “Endeudamiento de las personas físicas en Uruguay”. Es un trabajo por cierto interesante que describe “la situación actual del endeudamiento de las personas físicas en Uruguay, dimensiona su importancia a nivel local e internacional y describe las principales características de los deudores, haciendo foco en aquellos que presentan atrasos en el pago de sus deudas”. El único problema es que en un trabajo de 53 páginas que cuenta con abundantes datos, cuadros y gráficos, no existe una sola mención a la tasa de interés que pagan los deudores, como si no fuera una variable fundamental para estudiar el endeudamiento. Ni un promedio, ni un máximo. Nada. Resulta como mínimo extraño, lo que abona las dudas sobre la voluntad de los servicios de estudiar seriamente el problema de la usura. Porque claramente el problema de las deudas de las personas físicas se origina en gran medida de las tasas excesivas que el regulador ha habilitado directa o indirectamente con un grado de permisividad difícil de comprender.
También surgió de los servicios la idea de la “moneda de calidad”, espejismo teórico que dio sustento a la suba de tasas de interés y la magnífica sobrevaluación de la moneda que sufrimos al día de hoy. Esta doctrina pegajosa le costó al BCU el año pasado la friolera de unos US$ 1500 millones, poco menos de la mitad de la base monetaria, lo que obligó a una mal anunciada capitalización por parte del MEF. Es decir, que en aras de lograr una “moneda de calidad”, el BCU tuvo una pérdida patrimonial equivalente a casi la mitad del stock de dinero primario que circula en la economía. Toda una maravilla de conducción monetaria “científica”.
Lo cierto es que cuando logramos trascender del palabrerío del BCU, los balances monetarios demuestran una creciente desmonetización, no precisamente un indicador de moneda de calidad. En efecto, en lo que va del año la base monetaria se contrajo en un 9% en términos nominales. Esto contrasta con una expansión de 17% en el stock de Letras de Regulación Monetaria (LRM), evidenciando una mayor demanda por pasivos remunerados respecto a los no remunerados, otro indicador de que nadie se traga el sonsonete de la moneda de calidad. Con este crecimiento, al tipo de cambio actual el stock de LRM ronda el equivalente a los US$ 8700 millones, comparado con una base monetaria de US$ 3200 millones. El resultado es que cuando a fines del año pasado los pasivos no remunerados del BCU –la base monetaria– representaban el 32% de los pasivos totales en pesos del BCU, hoy solo representan el 27%. En contrapartida, las LRM –pasivos que pagan tasa de interés– pasaron del 68% al 73% en el período, una tendencia preocupante. Basta con recordar las lecciones de Sargent & Wallace en su “Algo de aritmética monetarista desagradable”, publicado en 1981, en las que alerta que todo crecimiento de pasivos remunerados en el balance de un banco central se paga a la larga con inflación futura o reducción en el stock nominal de deuda en pesos. El Plan Bonex de Argentina en 1989 fue un intento fallido de realizar esto último, antes de que el país terminara sumergiéndose en la hiperinflación que eventualmente condujo a la convertibilidad, el paso previo a la desaparición de la moneda local.
Lo cierto es que, ante la confusión reinante al interno del BCU, no se pueden cargar todas las tintas en su directorio. Los años de astoribergarismo claramente dejaron su huella, por lo que resulta extremadamente difícil para las autoridades actuales enderezar el carro sin un mayor apoyo político. El punto de partida para empezar a corregir el rumbo de la autoridad monetaria es asegurarse de que los servicios se quiten esos lentes tornasolados que no les permiten percibir la realidad adecuadamente. De no hacerlo a tiempo, seguiremos con proa a todo vapor hacia ese tipo de crisis al que pareceríamos estar condenados.
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