—Ningún caso policial puede resolverse sin uno o varios delatores —dijo el Jefe Dalton. Había dictado ese curso para jóvenes cadetes muchas veces, con las mismas frases que había usado el año pasado y el anterior y el anterior, hasta transformarlas en una tradición. Sus ayudantes se sabían el detalle de memoria, pero para los participantes era toda una revelación.
La detective Kutza Delbondy suspiró discretamente y sus labios, bellos y enigmáticos, modularon en silencio las palabras del jefe: «Pero… ¿qué es un delator?».
Alguien, previamente autorizado para hablar, dijo:
—Un informante.
—¿O sea?
—Alguien que informa…
—¿Todo informante es un delator, entonces? A ver… usted… ¿cómo es su apellido? ¿Van Rompey? Si usted hace un informe sobre el estado del tiempo, ¿eso lo convierte en un delator?
Van Rompay era un chico listo, de esos que siempre están en busca de problemas, de modo que en vez de mantener una actitud cautelosa y contestar “no” con tono dubitativo, dijo:
—No en la acepción que estamos utilizando, que sería la de alguien que revela a las autoridades, por su propia voluntad, datos sobre actos delictivos de alguna persona.
—¿De modo que usted entiende por «delator» a una persona actuando de determinada manera?
Van Rompey miraba al jefe en silencio un tanto sorprendido por el razonamiento.
—No lo escucho —dijo Dalton.
—Y sí, una persona…
—Miren muchachos, un delator puede ser una persona o no. Por ejemplo…
Miró a Kutza Delbondy y pensó: el perfume la delata, ese inconfundible aroma floral con notas de ciprés frutado que deja a su paso, que penetra las narinas hasta el hipocampo y el hipotálamo y el supratálamo, donde la tendería y… ¡Pero, ni loco vas a poner ese ejemplo Dalton!, le gritó el guardián interior previsto para eso. De modo que repitió:
—Por ejemplo…
Y lo salvó la campana, que ni siquiera era timbre, solamente el reloj, indicando que la clase había concluido.
El jefe estaba preocupado. De no haber sido por el oportuno cronómetro, no hubiera sabido cómo seguir el desarrollo del curso. Tampoco podía indicarle a la mujer que no asistiera a las clases. Después de todo, era mejor porque la tenía a la vista. Más vale que estuviera allí y no quién sabe dónde, o peor aún, con quién. Tenía que tratar de no mirarla, de no olerla, de no imaginarla, de no intuirla… Pero no tenía ni espacio ni tiempo disponible para contener la idea de esa mujer, que lo hacía flotar en su propio desborde, como un árbol desgajado a merced de la riada. ¿Qué podía hacer? Requerirla de amores sería considerado acoso de un superior a una subalterna… «Requerirla de amores» ¡Vamos Dalton, este es el siglo XXI!, vociferaba el demonio previsto para eso. Maldito demonio, el guardián me frena y este me empuja… Un día de estos…
***
Al llegar al salón al día siguiente, sintió la ausencia de Kutza, como tocado por esa Sabiduría que percibe todo, así como la luz ve todo. En cierto modo aliviado, intentó concentrarse en el curso.
—Decíamos que un delator no necesariamente debe ser una persona, puede ser un signo, un objeto, una mirada, un gesto, cualquier indicio que nos dé información y nos sirva como guía. El policía debe estar atento a esas señales. Pero hay que saber discriminar, por ejemplo, si yo digo «una vaca es una vaca», ¿qué estoy expresando? Nada nuevo. Es lo que se llama una tautología, una redundancia. Pero, si en cambio, digo «algo es algo», ¿qué debe entenderse?
Alguien contestó «que peor es nada». Van Rompey levantaba la mano y se mantuvo firme hasta que Dalton le hizo gestos de que hablara.
—Pero profesor, con el mismo criterio, podríamos decir que es mejor tener una vaca que no tener nada.
Dalton le clavó los ojos mientras pensaba qué contestarle a este ingenioso impertinente. Lo hizo con una pregunta:
—¿Además del señor Van Rompey, alguien más no entendió lo que dije? Bien, entonces seguimos. Un buen policía es un buen intérprete. Debe tener la capacidad de discernir entre lo que revela algo, y lo que no tiene utilidad pericial. «¿Dónde se habrá metido esta mujer? Ya debería estar acá. ¿Por qué no avisa si va a llegar tarde? Un mensaje, una llamada».
Alguien preguntó si un delator era necesariamente un traidor.
—¿Alguien leyó Borges? —dijo Dalton
—¿El papa del siglo XV?
—No, ese es Borgia, el papa del siglo XV.
—¿Borg, el tenista sueco? —preguntó otro.
—No, ese es Borg, el tenista sueco. Dije Borges, el escritor argentino.
No esperó el consabido minuto de silencio, y prosiguió:
—Tiene un cuento que se llama , y cito de memoria, El traidor y el héroe, que no son dos personas distintas, sino el mismo individuo. Como si coexistieran dentro de uno, esas dos naturalezas y se pudiera alternativamente ser uno u otro, o ambos a la vez. Además, un individuo puede ser un traidor para algunos y un héroe para otros. Hasta Judas…
En ese mismo, exacto, preciso momento entró Kutza, y con su paso de gacela furtiva fue a apoyarse contra el ventanal. La diáfana luz del día la nimbaba como a una Madonna, transformando la abertura en una vidriera policromada, que hizo pensar a Dalton en la Catedral de Chartres, aunque nunca había estado allí.La bella hizo un pequeño gesto con la mano, como si considerara necesario hacerle conocer a Dalton que había llegado.
—Hasta Judas… el traidor por excelencia, que marca a Nuestro Señor nada menos que con un beso para delatarlo a sus enemigos, puede ser un héroe. Sí, no me miren con esa cara. Piensen que, de algún modo, Judas es un instrumento para la muerte de Jesús y, que esa condición es imprescindible para lo que vendrá después, que es la Resurrección. Para Resucitar, primero hay que morir. Y no hay mayor sacrificio que el de aquel que da la vida por sus amigos.
Porque no solo es la carne que siente, es amor, amor del alma, ese amor que me clava en el corazón la dorada espina del poeta y que es lo que siento por ti, divina, adorada Kutza.
Las últimas palabras le sonaron a Dalton demasiado fuerte para ser pensamientos. ¿No habrá…? ¿Será posible que…? Giró bruscamente la cara hacia la mujer. La luz lo encandilaba, pero quiso creer, que ella le sonreía.
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